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Nuestra caja de recuerdos

Por el 20 aniversario de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos Ya sé que avivar un dolor que se quiere olvidar probablemente no parezca sensato. Pero es necesario volver adonde todo acabó, adonde aparentemente no queda nada, para recuperar los pedazos faltantes, con los cuales habrá que remendar el corazón, con cuidado y con mucha paciencia, para no ocasionar más estragos. La primera vez que vi Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), supe que no había una mejor manera de representar el caos que deja una ruptura amorosa. Y es que, con el pasar de los días, aunque nos vamos haciendo la idea de que todo ha cambiado, y que la vida seguirá diferente, pareciera que la mente se negara a aceptarlo, como si decidiera rebelarse a las trágicas circunstancias y comenzara a actuar por su cuenta, sobrepasándonos. Nosotros sabemos que todo se ha ido al carajo, o que fuimos encaminándonos lentamente hacia allá, pelea tras pelea, con conversaciones cada vez más predecibles, con
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¡Maldito calor!

Quiero aprovechar este escrito para expulsar todo el odio y aberración que le tengo a las altas temperaturas, y a los responsables de éstas: sean los mandatarios y magnates —ya no me importa si son chinos, indios o gringos—, que no dejan de agujerear un solo segundo nuestra capa de ozono con su gusto al petróleo, al carbón y a sus puros carísimos; sean las estúpidas vacas, que, con tan sólo vaciar sus estómagos, hacen que suba la temperatura del mundo; o los conductores cuyos salarios más altos les permiten diariamente salir a obstruir las principales autopistas y llenarlas de humos… Los taladores de árboles y, ¿por qué no?, las personas a las que les fascina el calor; ellas también merecen ir al infierno sólo por pensar que el calor es agradable. ¿O es que ya no razonan bien a ciertas temperaturas? Voy camino a una entrevista de trabajo con saco y corbata, y el metro se ha quedado parado en el túnel de la estación Pino Suárez. Frente a mí, detrás de un hombre que va de pie, con la mar

Soñar con danzón

La cama que surca la noche ha quedado varada en los pensamientos que anteceden al sueño. Parece que el tráfico es denso sobre la almohada. Habrá que esperar un poco más en la oscuridad. Pero no es una situación que los audífonos, con la música predilecta, no puedan sobrellevar.  La reproducción aleatoria ha soltado un hermoso danzón para amenizar el camino hacia el sueño: Nereidas. Aunque los pies quieren moverse al son de la orquesta, el cansancio de la jornada los tiene cautivos. Sólo al cerrar los ojos se cumple la fantasía. Y allí está uno de nuevo, imaginándose en una agraciada pieza con una bella pareja cuyo rostro es anónimo.  Al poco rato, el ritmo lento y cadencioso se hace del cuerpo. Los ademanes figuran un torso al que abrazan en la oscuridad, en la imaginación que los mueve, que guían los trombones del delicioso montuno. Los bailadores quedan embelesados y, aunque no tienen rostro, se miran y sienten mientras la música los fusiona. Las caderas se juntan más unas con otras

Papá se fue

La tarde que papá se fue, mis lágrimas se sentían diferentes; no eran calientes como las que brotan para tratar de sanar las heridas que deja la angustia, como las que salen a aminorar el dolor. No. Mis lágrimas quemaban como el rastro que deja un cubo de hielo que se derrite en la piel, helaban como el miedo que cae pesadamente y explota en el interior del estómago. Aquella tarde, caminando por los pasillos de la estación Pantitlán, papá volteó y se despidió secamente de mí. Rechazó uno de mis abrazos y comenzó a regañarme. Dijo que me estaba preparando para ser un adulto, que ya debía entender muy bien esas cosas. Ciertamente, no entendía por qué se iba. Dio otra media vuelta y se marchó con un ceño horrible en el rostro; yo lo seguí, pese a la advertencia que me dieron sus ojos, porque sentía ya un miedo tremendo en el fondo. Al bajar del vagón, previamente, noté cómo había quedado mirando afanoso los rieles bajo las plataformas, como si hubiera querido saltar de repente, antes

Papá contra el gordo: un duelo de profes de danza

Era un profesor gordo, que creía muy alzadamente que sabía zapatear, el que se había ido a parar frente al público como si fuera la estrella de ese número escolar. Sus gestos eran de absoluta satisfacción: sonreía jubiloso, con los ojos cerrados; sus pies se movían al ritmo que marcaba la quinta; estaba completamente embelesado por la música que corría por el aire, como si sus oídos saborearan las notas. Pero su actitud era la de un engreído. Ojalá que llueva café , de Café Tacuba, sonaba muy fuerte en dos enormes bocinas sobre el foro universitario. Era música para bailar y aquél era un número de profesores, profesores comunes y corrientes, a cargo de un par de maestros de danza; uno era aquel señor de pies cortos, moreno y cachetón, que se había puesto hasta el frente a propósito; el otro era papá, que no iba a dejar que el gordo se llevara el protagonismo. *** Las gradas estaban repletas de personas, de familias que habían estado viendo bailar a sus pequeños en el festival de

Sería una buena venganza morir

—Sería una buena venganza morirme en este momento, ¿no lo crees? —le dijo Mauricio a Bernardo. Ninguno de los dos había dicho una sola palabra durante el trayecto. Ambos estaban de pie en el pasillo del vagón, sujetados del pasamanos más alto, entre la masa de pasajeros. Mauricio miraba el andar de los autos por la ventana, que recorrían la gran calzada de noche, entre la cortina de lluvia. Bernardo tenía entrecerrados los ojos por el cansancio; era casi medianoche. —¿Cómo dices? —preguntó Bernardo, sorprendido por la formulación de su compañero, que ni siquiera había volteado a mirarlo; seguía embobado con el paisaje citadino tras el cristal. Ese mismo día, por la mañana, Margarita había hecho añicos todos los sentimientos de Mauricio. Recién habían empezado una relación semanas atrás, luego de una larga amistad, cuando la descubrió enredada en los brazos de Martín, un compañero que tenían en común. En vez de darle explicaciones sobre su inocencia o algún malentendido, Margarita

El calor del momento

Al anochecer, los vecinos de un edificio residencial comenzaron a reportar a la policía unos desgarradores gritos masculinos, suplicantes de piedad, que venían del veintiocho del segundo piso. Por los pasillos ya recorría un silencio sepulcral, pesimista, cuando una pareja de uniformados advirtió su presencia frente a la puerta de la residencia, exigiendo que ésta fuera abierta de inmediato. Al no obtener respuestas del otro lado, consciente del tiempo que se alargaba, uno de los hombres dio una poderosa patada que zafó la chapa dorada del marco; ambos entraron rápidamente con las armas por delante. El interior estaba oscuro: sólo la luz de una lámpara en el recibidor, tan sutil, tan débil que era casi grisácea, les advertía la posición de los muebles. A la derecha se encontraba la pequeña cocina, donde resaltaban los numerales electrónicos, verdes, de un microondas; la sala, el comedor y la pequeña televisión quedaban a la izquierda, junto a un pasillo del que salió, de repente, e