Llegué puntual a la cita, a mi bar predilecto de la ciudad,
sobre la avenida del Palacio de la Danza; pero no había nadie esperando: todas
las mesas estaban ocupadas; las parejas y los grupos de amigos cotilleaban entre
sí, jocosos, sedientos; las palabras salían de sus bocas como bichitos
voladores, brillantes, como luciérnagas amarillentas que revoloteaban por
encima de sus cabezas; quienes ya habían sido picados por el alcohol arrojaban
chispitas que reventaban en el aire al chocar entre sí; pequeñas centellas
salían botadas al hipar, que subían hasta el techo como globos de helio, y allí
se quedaban un rato.
Mis labios se hundieron en la espuma de marfil que coronaba
mi vaso; un sorbo muy grande, seguido de una pequeña pausa, y éste quedó casi
vacío. Volteé hacia un lado, revisé otro: en las escaleras que iban a la
terraza, a la puerta del baño de damas, al letrero luminoso sobre la entrada, a
los reflejos que hacían las puertas de vidrio templado. Pero, de entre todas
las personas que había, ninguna estaba buscando a otra. Al notar mi inquietud,
la barista preguntó si yo era el cumpleañero.
—Sí, es mi cumpleaños veinticinco —le dije, enseguida
agregué—: De casualidad, ¿hubo alguien aquí preguntando por mí?
—Así fue —respondió la barista, que destapaba el pico de una
cerveza—, una chica castaña, bien vestida, estuvo aquí hace un cuarto de hora;
me pidió que te informara que tenía que retirarse; tenía cara de acobardada.
—¿Sabes si ella era el amor de mi vida?
—Lo era, chico, vaya que sí.
***
Pasaron tres horas en las que no despegué mi trasero del
banco. Había estado hablando solo un buen rato, al parecer; cuando iba por mi
sexta pinta, las palabras comenzaron a soltarse de mi boca con mayor facilidad,
un numeroso enjambre se había formado sobre mi cabeza, junto a algunas
centellitas que también me orbitaban. Estaba recargado sobre una columna al
fondo de la barra, con la mirada baja. Mis manos estiraban todavía las palabras
que la barista había dicho: la chica que era el amor de mi vida se había ido
con alguien más, por eso me había dejado allí plantado. Al preguntarle por el
hijo de puta, sólo me dijo que era alguien que ya estaba en el bar; no había
sido muy complicado, explicó: desde que se encontraron, sus miradas quedaron
unidas como ligas de goma, llegaron frente a ella a conversar, pidieron un
trago y, sin siquiera acabárselo, resolvieron en irse, como para completar los
instintos que llevaban sus coqueterías.
***
Al salir del lugar, de pronto, con los pasos medio
desorientados, uno de mis pies resbaló como si llevara mantequilla en la suela,
haciendo que mis piernas se abrieran cual compás sobre los adoquines mojados. Todo
ocurrió en un instante: el vértigo inesperado nacido del pecho, el agudo dolor
en la entrepierna, el derrumbe en split, las risas de los clientes alrededor…
Una chica que se encontraba leyendo en taburete alto cayó junto conmigo; la
había derribado al asirme con fuerza de su gabardina de lana. Una pareja de
gringos nos ayudó a levantar, ambos con media cara de preocupación y media de mofa:
veían mis pantalones empapados por haber caído en un charco.
—Perdóname —dijo la chica una vez que estuvimos de pie. Hipó
y dejó escapar una centella rosada, que apartó con un ademán como se espanta a
una mosca.
—Perdóname tú a mí —repliqué enseguida, desentendido—, fui yo
quien te derribó.
—Resbalaste con mis lágrimas... —Avergonzada, acomodaba su
taburete. Los ríos de agua salada apenas cicatrizaban en sus mejillas.
Era cierto, había un charco le lágrimas bajo el asiento donde
estaba sentada, con el que había resbalado al pasar a su lado. Sobre la mesita
alta, había una pinta de cerveza negra y una rebanada intacta de pastel de
chocolate, con una jugosa fresa.
—¿Ha ocurrido algo malo? ¿Puedo ayudarte?
—No ha pasado nada…
No tenía ánimos de contestar. Sacudió su boina, que se había
ensuciado al caer, y se la volvió a colocar. Tan pronto se acomodó, se quitó
las lágrimas de los ojos y volvió a su lectura, con el mentón recargado en una
de sus muñecas, el cabello lacio enmarañado entre los trémulos dedos. Hacía
como que su mirada recorría las líneas mientras un puchero triste se le iba formando.
Al cabo, no pudo más y volvió a llorar. Pero seguía ocultando la cara.
***
Posiblemente, todo había sido mi culpa, o sólo había
terminado de agravar su melancólica noche. La culpa estaba remordiéndome las
entrañas, pero ¿qué más podía hacer por ella además de disculparme?; pudiera
haber sido que ni siquiera quisiera escuchar al zoquete que la humilló delante de
los otros clientes. Supongo que fue mejor marcharme enseguida. Al menos en casa
aún me esperaba un poco de pastel con chantillí y frutas, y aún podía pedir mi
deseo con… ¡la velita cumpledeseos!
Me detuve antes de cruzar la calle y busqué rápidamente en el
bolso de mi pantalón: sentí el empaque y fui abriéndolo con mis dedos. Di la
vuelta y volví hacia el bar, que había dejado apenas unos pasos atrás. La chica
seguía en su lugar, había hecho una cortinilla con sus cabellos para no ver a
nadie. La mesera se retiraba, tras ella, con la pinta vacía. Por suerte, todavía
no había tocado su rebanada de pastel, así que me acerqué con cuidado, del otro
lado de la mesita alta, y le dije que abriera los ojos.
—No quiero —contestó volviéndose a la pared.
Supe que no había que insistir mucho. Coloqué el encendedor
sobre la mecha y, en un segundo, la velita soltó una gran fumarola de humo
dorado, que olía a vainilla. Antes de irme, dejé el pequeño instructivo bajo el
plato de porcelana blanca: había que introducirse en el humo dorado unos
cuantos segundos y susurrar, allí, el deseo anhelado. Luego, había que esperar a
que la nubecilla se disipara por completo y la velita comenzara a arrojar
chispas al aire; ésa era la señal de que el deseo había sido cumplido con
éxito.
Escuché cuando la velita estalló. Escuché también, enseguida,
unos pasos apresurados que venían hacia mí: era la chica de la boina, gritando
que me detuviera. Puso su mano en mi hombro y me giró hacia ella. Sostenía la
rebana de pastel con la velita incrustada, que volvía a formar otra nube de
polvillo dorado.
—¿Sí?
—¡Mira! —Tenía las pupilas crecidas como su nueva sonrisa—. Parece
que a esta velita le queda un deseo todavía. Por favor, pídele algo.
Sin pensarlo dos veces, pedí también mi deseo. Ambos sosteníamos
el plato con la rebanada de pastel y la velita, en espera de que hiciera su
magia. Tardó un poco en tronar, pero arrojó por fin las chispitas. Y no volvió
a encender.
—¿Puedo preguntar qué pediste? —le dije.
—Pedí encontrar un lector de Marina Enriqueta para poder
conversar siempre. —Luego añadió—: ¿Cuál fue el tuyo?
Pude sentir cómo una sonrisa se enroscaba en mi cara, exactamente igual a la que ella mostraba.
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