Arantza no paró de molestar: antier,
no dejaba de pellizcarme las piernas por debajo de nuestro pupitre, cada vez
que el profesor Misael se alejaba al fondo del salón. Se reía como loca, con
ese diente de metal que siempre se le asoma cada que abre la boca. Un pellizco
y jijijí. Otro pellizco y jijijí. ¡Qué coraje que me hayan cachado justo cuando
iba tomando vuelo para pegarle un puñetazo en la cara! “Pero ¡¿qué te pasa,
José? ¿Qué vas a hacer?!”. El profesor no escuchó mis quejidos toda la clase; pero
sí, el gritote que dio Arantza cuando me levanté frente a ella todo enojado.
Cuando volví de la dirección, ya no
estaban ni mi lápiz ni mis colores en mi lapicera, ésos me los acababa de
comprar mi mamá. Pero la profesora Patricia sí escuchó cuando le grité a
Arantza que me los entregara; ella ya sabe que es una ratera, y que yo nunca
digo mentiras. La regañó feo frente a todos; pero sólo tuve de vuelta mi lápiz,
quién sabe dónde escondió lo demás. Cuando íbamos a esculcarla, abrazó su
mochila y se soltó a chillar; no la dejó y no se calló hasta que llegaron por
ella. Tan pronto la vocearon en la puerta, salió volando.
***
Íbamos llegando de Educación física cuando
se acercó a mi lugar. Me habló cuando estaba guardando mi vaso de agua.
Brincaba, se volvía y brincaba otra vez, con su cara de retrasada, con sus
colitas chuecas en la cabeza. Antes de preguntarle qué quería conmigo, me puso
su mano en el… Bueno, me tocó allá abajo y me lo quiso jalar. Enseguida, gritó
como asombrada: “¡Sí se lo toquééé, sí se lo toquééé!”. Y otra vez su jijijí.
Fue corriendo con su grupito de amigas y todas se rieron; se hicieron bolita y
se asomaron a verme. Quiso seguirme a los baños de niños después, en el siguiente
cambio de clase; pero no la dejé. Mi amigo Fabricio, que iba saliendo, me gritó:
“¡Échale flit, échale flit!”. Él siempre dice que Arantza es como un mosquito
porque cómo fastidia con su insoportable risita. A veces, le parece más una mosca,
o una cucaracha por cómo se peina con sus antenitas, o por cómo va tras la
comida: van ya tres veces que le ha robado su torta de huevo. Pero sólo había
jabón líquido en el lavabo de la entrada y ése le atomicé justo en la cara.
***
En el recreo, cuando Fabricio me
preguntó porque Arantza había estado siguiéndome tanto, le dije que no lo
sabía, que así era ella porque estaba chiflada. Pero él, enseguida, me dijo
algo que me dio mucho miedo:
—Le gustas, es obvio.
—¡Sácate! —le contesté—. Tú también
estás loco.
—Así son todas las niñas: cuando le
echan el ojo a alguien, hacen todo para llamar su atención. Mi hermana me lo
dijo hace poco —explicó—. Ella va en la secundaria, ya está grande y sabe más
de esas cosas.
Yo no dije nada. Estábamos sentados
en medio del patio cuando Fabricio me dijo que volteara hacia los baños de
niñas: allí estaba ella, con su grupito de amigas, con Frida y con Brisa; todas
nos estaban mirando. El estómago se me revolvió tanto que me dio mucho asco
seguir tomando de mi lechita de fresa. ¡Guácala!
Esa misma tarde, a la salida,
Fabricio tuvo que irse temprano porque su abuelito había venido por él. Pero,
antes, me había dado el espray con el que limpiaba sus lentes. “Por si lo
necesitas”, me dijo en complicidad. Cualquier cosa que asustara a Arantza
servía como flit. Pero, desafortunadamente, no me sirvió de mucho.
***
La profesora Juno es muy joven, no tendrá
más de veinte años. A todos les cae muy bien, pero para mí es muy payasa porque
se lleva bien con Arantza y su grupo. Y después de ese día, la odio como a
nadie:
Ya habíamos dejado a la mitad de los
niños en sus casas. La camioneta venía casi vacía, salvo por Arantza, su amiga
Brisa, la profesora Juno y yo, que cabeceaba junto a la ventana. Era lunes y, a
esas horas, a las dos de la tarde, siempre me quedo dormido durante el camino a
mi casa; las tres lo sabían. En cuanto comencé a pestañear por la modorra,
ellas se juntaron en el asiento de enfrente y comenzaron a cuchichear: bs bs
bs no sé qué. Bs bs bs y otra cosa.
Se volvían a verme y otra vez bs bs bs. Yo sujetaba sin fuerzas
mi mochila de llantitas.
Debieron haber pasado unos quince
minutos de sueño. Sentí movimiento a mi alrededor, acompañado de las risitas de
mis compañeras: jijijí, jijijí, y otra más burlona, más grave, seguramente de
la profesora: jojó. Detuvimos en un semáforo cuando abrí los ojos pesadamente y
volteé hacia un costado… Hubo silencio un instante y, luego, ¡zas!, de
la oscuridad vino el susto: frente a mí encontré a Arantza; podía tocarla si
apenas estiraba un músculo de la cara; quedé tensado con una mueca de espanto.
“¡En mi mochila!”, pensé. “No, ¡en mi pantalón!”. Metí la mano en mi bolsa
buscando el flit para rociarle; pero, en ese momento, la profesora contó:
—Dos, tres… ¡Ya, ahora! —gritó—.
Jojó.
—¡Dáselo! —dijo Brisa.
Tan pronto como acabó, sentí los
pegajosos labios de Arantza en los míos. Había estirado su trompa de mosca para
pegarla en la fruta que quería comerse. Aunque también las moscas besan basura;
yo me sentí como una basura. En los documentales que solía ver en casa, con mi
mamá, las moscas rociaban con ácido la superficie donde colocaban el pico y
luego sorbían el licuado de lo que quedaba como si fuera una bebida con su
popote. Hice para atrás mi cabeza antes de que eso ocurriera. Me limpié los
labios con las mangas del suéter.
Brisa estaba a mi otro costado.
Chilló victoriosa en cuanto escuchó el tronido del beso: ¡Uuuuy! Al sentirla,
no dudé en vaciarle el limpiador de lentes en toda la cara. Me alejé de allí y
me acerqué a la puerta. Por fortuna, estábamos ya a una calle de mi casa. En
cuanto la profesora Juno abrió, arrojé mi mochila a la calle y salté sin ayuda.
Mamá solía esperarme, a esa hora, con la puerta entreabierta a sus espaldas. Pero
no la abracé ni fui llorando con ella enseguida. En su lugar, entré corriendo a
la casa, directamente al mueble donde estaban los jabones, los estropajos y las
botellas de la limpieza.
Mamá metió mi mochila y fue a
buscarme. La encontré en la sala y le di un frasco de insecticida para que lo
abriera, pues yo no podía.
—¿A ti qué te pasa?
—Rápido, ¡échame flit, mamá, échame flit! —insistí—. ¡Se me acaba de parar una mosca bien grande!
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