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¡Maldito calor!


Quiero aprovechar este escrito para expulsar todo el odio y aberración que le tengo a las altas temperaturas, y a los responsables de éstas: sean los mandatarios y magnates —ya no me importa si son chinos, indios o gringos—, que no dejan de agujerear un solo segundo nuestra capa de ozono con su gusto al petróleo, al carbón y a sus puros carísimos; sean las estúpidas vacas, que, con tan sólo vaciar sus estómagos, hacen que suba la temperatura del mundo; o los conductores cuyos salarios más altos les permiten diariamente salir a obstruir las principales autopistas y llenarlas de humos… Los taladores de árboles y, ¿por qué no?, las personas a las que les fascina el calor; ellas también merecen ir al infierno sólo por pensar que el calor es agradable. ¿O es que ya no razonan bien a ciertas temperaturas?

Voy camino a una entrevista de trabajo con saco y corbata, y el metro se ha quedado parado en el túnel de la estación Pino Suárez. Frente a mí, detrás de un hombre que va de pie, con la marca de su mochila todavía impregnada en abundante sudor en su camiseta, veo un letrero con información sobre las mejoras que trajo consigo la modernización de esta línea. Pero ninguna habla de ventiladores funcionales dentro de los vagones cuando éstos son requeridos. ¡Sudar no es para nada moderno! O, al menos, ya no debería serlo. La Edad Moderna inició con la llegada de los europeos a América, en 1492, y terminó con la Revolución francesa de 1789… ¡Oh, esos malditos saqueadores también debieron ser responsables del aumento de las temperaturas! Y la aristocracia francesa, vestida siempre con capas y capas de ropa estorbosa… ¡Qué sofoco! 

El aire que hace la señora sentada junto a mí, con un panfleto arrugado, apenas alcanza a tocarme. Hace sólo media hora estaba fresco y pulcro, olía a loción de cereza y mi camisa estaba seca; ahora, todo mi cuerpo escurre bajo mi ropa y la plasta de gel en mi cabello casi se ha vuelto agua. Me urge un desodorante, como a aquel sujeto de mata tupida, que, disimuladamente, olfatea su axila derecha para averiguar si la pestilencia de carne encebollada que cala en sus fosas nasales viene de allí o de alguna otra persona a su alrededor; no está seguro y realiza de nueva cuenta la maniobra en su otro brazo. Su expresión desconcertada también me hace dudar.

Siento que voy a desmayarme porque mi congelada de limón no logra componer la situación todavía; cada vez cuesta más trabajo respirar. De mi cara, siguen brotando pecas de agua salada. Antes, solía alardear acerca de que las congeladas —a excepción de las que preparan con leche— eran como un amuleto que volvía a su portador inmune a los efectos del calor del transporte público. Pero ahora que el frío de mi postre no consigue impregnarse en mi cuerpo, comienzo a preocuparme de verdad. ¿Cuántos grados han aumentado en los últimos años? Seguramente la chica rubia, que está sentada más allá, junto a las puertas, se pregunta lo mismo mientras abanica su cara con el objeto rojo hecho específicamente para tal acción; el aire es tan denso que apenas lo mueve, tan caliente que apenas refresca. 

Pienso que debí haber bajado en la estación anterior para ventilarme. Afuera, el sol quema la piel. Mi congelada se habría derretido. Pero al menos correría por mi cuerpo un poco de brisa de la tarde. O tal vez, pienso también, debí haber traído artillería más pesada para combatir el calor. No había notado bien al hombre de cabeza rapada sentado justo frente a mí; lleva una gran sudadera de lana café; tiene los brazos cruzados sobre sus piernas de manera muy sospechosa; flanquea la vista cada cierto tiempo, rápidamente, y prepara sus movimientos. El tren se mueve unos metros y cesa su avance enseguida. Es cuando el hombre aprovecha para hidratarse: saca de su sudadera una lata de Carta Blanca sudada, la empina ágilmente sobre su boca y sorbe su líquido. Seca sus labios con la manga de su otra mano y guarda su provisión otra vez. Una pareja de ancianos también se percata. La señora arrugada lo encañona con su mirada juzgona mientras el señor de bigote canoso parece que está salivando. 

¡Ya no me queda más agua! Estoy tan desesperado que siento que voy a explotar como dinamita si sube un grado más la temperatura. El nudo de mi corbata me ahorca y siento la piel pegajosa, los labios resecos. Tendrán que bajar mi cuerpo cargando del vagón porque comienzo a quedarme dormido. El metro despierta, reanuda su marcha otra vez; pero ya no me importa porque el calor me ha dado un buen puñetazo y estoy cayendo noqueado. El sudor sigue brotando de mi piel como un grifo abierto. Tengo el trasero empapado y aquí voy a seguir hasta que mi inconsciente me haga despertar en Hidalgo, donde tengo mi cita. Sólo espero que este maldito calor no me haya matado para entonces. Es hora de desconectarme.

Creo que sólo han pasado unos once minutos de sueño cuando escucho la voz de un adolescente pedante que dice que prefiere el calor sobre todas las cosas; le cuenta a su acompañante que, en estas fechas, uno puede andar con ropa ligera, con pantaloncillos y chanclas, y puede darse una escapada a la playa, a nadar en el mar y tomar cerveza bajo una sombrilla. Dice que no le gusta el frío porque, durante la noche, las cobijas pesan toneladas y hay que cargar con chamarras estorbosas durante la tarde. Remata diciendo que no es un pingüino para andar en el hielo. La sangre me hierve enseguida. Abro los ojos y lo identifico a lo lejos, recargado sobre las puertas. Quiero levantarme para ir a partirle la cara. Sus argumentos son tan contradictorios que ni siquiera viste con ropa corta. Y evidentemente no hay ninguna playa por aquí cerca ni ninguna sombra bajo la cual descansar ni mucho menos, cerveza, ¡porque el hombre de la cabeza rapada se la ha terminado!

Tomo impulso y voy hecho una bestia hacia él, apartando a la gente de mi camino, cuando caigo en cuenta de que el convoy está llegando a la estación Hidalgo, donde debo bajar. Sujeto con fuerza mis cosas y me adhiero con prisa al conglomerado de sardinas olorosas que va a descender. Sobre el andén, la gente se ha convertido en marea que brama al ver que el tren se detiene. “Hazte para acá”, le dice su acompañante al chico del calor. Pero éste queda petrificado en su lugar y mira cómo las puertas se abren a sus espaldas. Seguramente sentiría menos los golpes si hiciera frío y tuviera el cuerpo entumecido. Pero hay ciertas personas que prefieren las altas temperaturas. Yo aún debo lidiar otros veinte minutos con el estúpido sol sobre mí, que me freirá como a una tira de tocino grasosa. Pero, al menos, dejo atrás este infierno donde hace un maldito calor. 


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