Por el 20 aniversario de Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
Ya sé que avivar un dolor que se
quiere olvidar probablemente no parezca sensato. Pero es necesario volver
adonde todo acabó, adonde aparentemente no queda nada, para recuperar los
pedazos faltantes, con los cuales habrá que remendar el corazón, con cuidado y
con mucha paciencia, para no ocasionar más estragos.
La primera vez que vi Eterno
resplandor de una mente sin recuerdos (2004), supe que no había una mejor
manera de representar el caos que deja una ruptura amorosa. Y es que, con el
pasar de los días, aunque nos vamos haciendo la idea de que todo ha cambiado, y
que la vida seguirá diferente, pareciera que la mente se negara a aceptarlo,
como si decidiera rebelarse a las trágicas circunstancias y comenzara a actuar
por su cuenta, sobrepasándonos.
Nosotros sabemos que todo se ha ido
al carajo, o que fuimos encaminándonos lentamente hacia allá, pelea tras pelea,
con conversaciones cada vez más predecibles, con más de lo mismo, como las de
Joel y Clementine (Jim Carrey y Kate Winslet); o de palabras volátiles e
irascibles, como las de Carrie y Rob (Jane Adams y David Cross), sus amigos que
conforman un matrimonio disfuncional.
Quizás el corazón nos explotó de
repente, como a Joel cuando se enteró de que había sido borrado para siempre; o
un día notamos que simplemente ya no estaba allí, que ya no pesaba en el pecho,
y sólo quedaban un par de hilachos inútiles, como le sucedió a Clementine,
quien fue la primera en hartarse de su relación carente de libertad, de ella
misma.
Tratamos de aliviarnos por cuenta
propia, de distraernos, como sugiere la gente, iniciándonos en algún
pasatiempo, leyendo libros de autoayuda o mirando películas tristes; vivimos
nuestras soledades o buscamos iniciar otra relación lo antes posible. Pero la
realidad es que todavía estamos en shock.
Desde aquel momento de la sentencia
definitiva, cuando los lagrimales reventaron al saber que no había marcha
atrás, la mente detuvo todo, entró en pánico y corrió a salvarse a sí misma;
buscó una caja rápidamente y, por ese profundo miedo que le tiene al olvido,
comenzó a guardar en ella, con premura, todos aquellos recuerdos de nuestra
pareja, desde la primera vez que la conocimos, en aquel salón de clases o
camino al trabajo, hasta la devastadora pelea de hace un par de semanas.
Y es que hay que entenderla: quién
no rescataría todo lo que le fuera posible si, de repente, la realidad
comenzara a desmoronarse. Autos cayendo del cielo al tiempo que los pasillos se
vuelven recovecos que llevan al mismo lugar sin salida. Las luces se apagan y
todo va desapareciendo de golpe en una oscuridad tenebrosa.
Con aquellas palabras que
terminaron la relación, hirientes y cargadas de ira —pero salpicadas de razón
visceral—, vino también aquel monstruo temido que empezó a comérselo todo, al
que le permitimos alimentarse de nuestros malos recuerdos una vez que caíamos
dormidos, con las lágrimas secas pegadas al rostro, porque éstos no eran
incómodos, y olvidarlos resultó placentero. Pero después no paró y comenzamos a
dejar de lado ciertas cosas también.
En ese momento, interrumpimos el
llanto que provoca mirar otra vez aquella fotografía de la última cita, pausamos
esa canción melancólica en la habitación, con la repetición activada, y nos
preguntamos —más ajenos que nostálgicos— si éramos felices en aquel entonces:
Nos levantamos y preguntamos
nuevamente: ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué está pasando y por qué duele tanto?
Nuestra expresión es la misma que la de Mary (Kirsten Dunst), la asistente del
Dr. Howard (Tom Wilkinson), al encarar a su novio, luego de enterarse de que
ella también se había sometido al procedimiento para salvar una relación de
trabajo.
De pronto, cuesta recordar el aroma
de la ropa, del perfume que usaba nuestra pareja. Recrear sus gestos resulta
casi imposible. Incluso las facciones de aquella fotografía comienzan a
parecernos extrañas también. Decir su nombre en voz alta resulta confuso.
Es cuando notamos que el olvido al
que temía nuestra mente ha llegado más lejos, adonde no le consentimos que
entrara, y comenzamos a sudar gotas heladas. Invadidos por el pánico,
apresuramos a reconstruir los recuerdos borrosos que quedan, contrarreloj, con
aflicción o esperanza confusas.
Estamos varados en nuestros
pensamientos, con los recuerdos —filosos y puntiagudos en su mayoría— que
cupieron en aquella caja sujetada contra nuestro pecho, llenada con prisa, con
ansiedad, y debemos decidir entre ir a rescatar más memorias de los escombros,
en un pasado que duele, y donde merodea el olvido, o seguir adelante en un
incierto futuro donde nos sentimos vacíos.
Por supuesto que optaríamos por
sólo seguir, como si nos pusiéramos aquel casco metálico con forma de colador
para que eliminara todos los recuerdos dolientes, y, al despertar, olvidáramos
que hubo alguien allí, en nuestra cabeza revuelta, en la habitación donde
dormimos, en nuestra vida que se corta de pronto. Un día planeábamos una boda,
mudarnos a un pequeño departamento en una zona céntrica de la ciudad, quizás, y
al otro resulta que hay que volver a empezar.
Pero todo alrededor está infestado
de cosas que recuerdan aquellas sonrisas, aquellos abrazos, todas las tonterías
de los buenos momentos: el primer regalo hecho a mano, el del primer
aniversario; ese suéter prestado que jamás fue devuelto; aquel recuerdo de la
primera ida al mar, pegado en el refrigerador; las últimas cartas de amor y un
mazo de boletos de cine, de películas cuyas escenas vuelven de pronto, el día
que las manos intentaron tomarse entre las palomitas.
Bien dijo Clementine, con toda
razón, que “las personas tienen que compartir sus cosas, pues es parte de
conocerse”, refiriéndose no sólo a las conversaciones que resumen el día a día
de la vida de pareja, sino a todos aquellos cachivaches que nos acompañan, que
aparecen mágicamente luego de una salida, de un capricho concedido, de nuestros
actos de caridad y atención.
Pero ahora todas esas cosas duelen
tanto que quisiéramos arrojarlas a la basura, llevarlas lo más lejos posible o
incinerarlas para que no hubiera rastros de la relación. Ahora, aquella caja de
recuerdos ya no sólo es metafórica, hay que llenarla con los cachivaches cuyo
tiempo ha expirado. Nos volvemos quisquillosos. Jamás podríamos deshacernos de
aquel colgante que lleva nuestras iniciales, por ejemplo; pero tal vez sí del
libro que apenas hojeamos, que, aunque fue un tesoro confiado por nuestro ser
amado, jamás despertó nuestro interés.
Iniciada la depuración, otra parte
de nosotros grita desconsolada que nos detengamos; sabe que deshacerse de tal
artefacto —para jamás volver a verlo— es deshacerse de un fragmento, de un
pasaje significativo, de la historia que nos conforma.
Algo nos detiene antes de arrojar
aquella medalla de cartón y papel maché al sesto de basura, la que calmó
nuestras lágrimas luego de haber fracasado en el concurso de deletreo de la
preparatoria, porque para aquella persona, que nos acompañó en todo momento en
nuestras horas de estudio, le pareció una injusticia no mirarnos ganar. Una
lágrima nos brota de pronto, caliente; suplica que nos quedemos con ese
recuerdo, solamente ése, otro par de segundos.
Esa parte de nosotros se ha
rebelado, o se ha arrepentido. Pero ha empezado a correr, buscando un lugar, un
escondite donde no la halle el olvido, con los muchos o pocos recuerdos que
éste no ha conseguido quitarle. Nos obliga a seguirla hasta donde no queremos
volver, hacia atrás, donde todavía duele pisar, o donde se hallan nuestros
miedos, nuestros secretos y nuestras inseguridades, que poco o mucho tuvieron
que ver, al final, con la caída de nuestra relación.
Nos obliga hacer aquella
retrospección que hace Joel Barish en su mente cuando trata de esconder el
último recuerdo que conserva de Clementine, la persona que ama, y que resiste a
olvidar, a dejar de amar. ¿Cómo puede alguien llegar así nada más y llevarse
todas las historias que nos conforman?
Si sólo queda correr, esa otra
parte de nosotros lo seguirá haciendo hasta que ya no halle escapatoria. Al
final cederá, se detendrá para tomar aire y disfrutará, por última vez, el
último recuerdo que aún conserve en las manos cansadas. Todo se desmoronará
como aquel momento en la playa, cuando Joel y Clementine allanaron la propiedad
privada. Las luces se apagarán.
Al despertar, un día, quizá la
ausencia duela un poco menos, quizá nos sentiremos un poco menos vacíos. Y si
algún ser bondadoso nos ayuda a refrescar un poco nuestra memoria —como Mary,
quien devuelve todas sus pertenencias a los pacientes del Dr. Howard, y los
pone al tanto de sus situaciones—, quizá podamos darnos cuenta de lo que los
protagonistas descubren en esa última escena, sonrientes.
Quizás, al final de todo, las respuestas se hallen en aquella caja de recuerdos, que tantos sacrificios le ha costado a nuestra mente para rescatar del olvido, y que tantas lágrimas nos costó mantener ya sólo con las cosas más significativas. Quizás hallemos, incluso, algunos pedazos de tela, hilo y agujas, con algunos recuerdos hermosos u horribles, con los cuales habrá que empezar a remendar nuestro corazón. Entonces miraremos las cicatrices, con las puntadas aún a la vista, y diremos: “De acuerdo”.
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