I
El teléfono sobre el buró sonó al
amanecer. Las blancas cuerdas de luz que entraban por la ventana ya se habían
adherido al reluciente plástico verde; de su superficie lisa y curveada, vino
el reflejo desfigurado de una mano adormilada que, con dificultades, intentó
varias veces, sin puntería, descolgar la bocina desde la cama.
—Muy buenos días —dijo la apacible voz
de un joven del otro lado de la línea—. Me comunico con usted para informarle
que el día de hoy será todo un éxito. Habrá mucho sol, como ayer; pero logramos
juntar las nubes suficientes para que los rayos ardientes no lo molesten cuando
estén en su punto.
”Dado que no le gusta el calor
—continuó—, hemos ajustado la temperatura para que no rebase los quince grados.
Nuestros ventiladores mantendrán una corriente muy fresca en toda la ciudad
hasta que el sol se ponga. También hemos retrasado la hora del anochecer, como
siempre lo pide, para que pueda realizar todas sus actividades sin ninguna
premura. Alrededor de las ocho treinta, habrá una ligera lluvia, que cesará
hasta las diez. La temperatura bajará, evidentemente, así que le recomiendo
alistar abrigo y paraguas.
—¿Podrían disminuir la cantidad de
nubes para la tarde? Quiero disfrutar un poco del sol este día —interrumpí
desconcertado, medio adormilado todavía, pero con el afán de seguirle la
corriente, pues había una seguridad inspiradora en su tono de voz.
—Muy bien, señor, así será. ¿Desea
modificar algo más?
—La lluvia de las ocho treinta.
—Ajá…
—Preferiría una finísima llovizna solamente,
que no me hiciera cargar un pesado paraguas. ¿Y podría ser completamente
vertical? —indiqué.
—Por supuesto; ya está corregido. ¿Hay
algún otro detalle que quisiera modificar?
—No. Todo lo demás está muy bien,
muchas gracias.
—Ha sido un placer servirlo, señor.
Le deseo un feliz cumpleaños entonces. Disfrute su día.
—Muchísimas gracias.
***
Cuando mis pies descalzos tocaron el
piso, empezó a sonar en la pieza Take the a train, de Duke Ellington. El
fuerte y chillante sonido de los clarinetes y las trompetas alegres, al igual
que el cálido clima, avecinaban un excelente día.
Afuera había un cielo despejado y
azul. El enorme sol lanzaba sus radiantes cuerdas al interior de la casa para
buscar la atención de cualquiera que se topara con ellas al pasar. El Señor
Pastel, mi gato de pelaje blanco y manchas atigradas, ya jugaba inocentemente con
ellas; estaban marañadas entre su lomo y sus patas; al estirarse y destensarse,
emitían notas musicales que se ajustaban a la canción que flotaba en el aire.
Cuando salí de la ducha, elegí mis
tirantes favoritos y una camisa blanca, que raras veces suelo ponerme; desde
hacía tiempo quería combinarlos con un pantalón de mezclilla y un par de bostonianos
negros. El espejo frente a mí, largo y curvo de los bordes, giró sobre sí mismo
un par de veces, en señal de que aprobaba mi imagen. Mi gatito también otorgó
su visto bueno con un guiño modesto, luego dio media vuelta y salió del baño
con rápido andar, con gracia en sus patitas blancas, con la cola erguida,
contenta. Nubecitas de vapor lo siguieron hasta el pasillo, socarronas, con
intenciones de dejarlo empapado.
***
Servidas las croquetas en el plato
del hambriento felino, quedaba ir a la cocina para hacer mi desayuno, sacar un
par de huevos de la canastilla alambrada en forma de gallina y pasar un largo
rato frente a la estufa, pensando en cómo iría a prepararlos. Pero alguien
llamó a la puerta en ese momento, lo cual fue algo muy raro, puesto que siempre
disfruto mis cumpleaños en soledad, al interior de casa, leyendo a Marina
Enriqueta o mirando un maratón de películas, y los planes ese día no eran
distintos.
Y ya lo sé: quizás uno pensaría que
pedir un clima agradable en un día especial, cuando no se va a empapar de éste,
es una mera chorrada; pero, cuando uno cumple años y puede darse esos caprichos
con sus ahorros, cualquier reclamación sale sobrando. Después de todo, es muy
preferible que, al asomar la vista de vez en cuando por la ventana, el día se
vea alegre también, aunque no se esté afuera gozándolo.
Los rítmicos toquidos de la puerta
no pararon hasta que giré la manija. Pero no hubo nadie tras ésta al abrir,
salvo un elegante carrito de servicio, de molduras de chapa dorada, que alguien
había dejado frente a mi residencia; sobre él, puesto en un gordo contenedor
transparente, estaba un enorme y redondo pastel de cubierta de chantillí
blanco, con una corona metálica con incrustaciones de kiwis y fresas bañados en
almíbar, cuyo dulzor cosquilló la nariz al levantar la tapa de cúpula. El
carrito también incluía una cubeta helada con mi cerveza favorita, de lágrimas
negras amargas, un destapador muy mono y una sola copa.
Una vez instalado en la mesita
redonda del recibidor, coloqué el pastel sobre la mesa y procedí a cortarlo:
era esponjoso, de más masa que cubierta cremosa, como a mí me gusta. Al liberar
mi rebana, descubrí que en el interior había un par de objetos incrustados: el
primero era un nuevo título de Marina Enriqueta, que había querido leer desde
hacía mucho tiempo, y el único que me faltaba para completar mi colección de
todos sus libros. El segundo fue un sobre postal, que contenía en su interior
una invitación para verme con el amor de mi vida, a las seis y quince, en mi
lugar preferido de la ciudad. Pensé, enseguida, que el clima perfecto no se
desperdiciaría después de todo. También, zoquete, recordé que había olvidado
colocarle la velita cumpledeseos a mi pastel, ordenada por la línea de
compradores compulsivos que descubrí el mes pasado en el directorio. Pero
todavía podría usarla al terminar el día; así que la guardé en el bolsillo de
mi pantalón.
Le pregunté a Soronda, la asistente del móvil, cuál era mi lugar preferido de la ciudad y escogí entre las opciones la que más me gustó. Me llené de perfume, me coloqué un saco y salí de casa con mucha emoción, a sabiendas de que, cuando volviera, ni mi pastel ni mi cerveza estarían debido a las disposiciones de cierto felino glotón; pero no me importó.
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