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Los que no saben bailar



El hombre frente a mí tiene la cara agria, el ceño le pesa y tuerce la boca de un lado a otro. Tiene puesta la mirilla en la espalda escotada de su esposa, quien baila salsa con un muchacho alto que se levantó para llevarla a la pista hace rato; van ya por la tercera canción al hilo y no se separan, incluso han comenzado a charlar.

Al hombre empieza a darle un tic en el párpado izquierdo, que contiene con bruscas gesticulaciones, con el entrecejo apretado. Pareciera estar a punto de jalar un gatillo que estallará la pólvora que hay en sus ojos. Pero hace una pausa para dar un sorbo a su bebida mezclada con cola. Cuando deja el desechable sobre la mesa, la música cesa con las ovaciones de los presentes. El muchacho agradece a la mujer de vestido verde y ésta vuelve a su silla, exhausta, a un lado de quien iba a ejecutarla, a la distancia, hace unos instantes tan sólo.

—¿Cansada? —pregunta el hombre de corbata azul cielo al mirar las mejillas chapeadas de su mujer.

—Sí —contesta ella con un suspiro al final, está recuperando el aliento—, bailaba increíble. —Se refiere al muchacho alto, que ya se ha perdido entre la gente.

—Hmm… —remilga el hombre con indiferencia, y añade—: ¿Por qué mejor no sigues bailando con él toda la noche si tanto te ha gustado? —Los celos lo están devorando.

Pero otra canción inicia al tiempo que las palabras terminan. Otra mujer, de la misma estatura, cuyo vestido plateado brilla al moverse, llega hasta la mesa y tira de los brazos de su amiga: la lleva a bailar su canción favorita de cumbia, la de las brujas; ella dice que vuelve enseguida.

El hombre quiere dar otro trago a su bebida, pero nota que ya está vacía. Hacemos contacto visual, pero no hay hacia dónde escapar; no hay nadie más en la mesa. Los abrigos largos y los bolsos de mano yacen sobre las sillas vacías alrededor. Corre un frío invernal que sólo sienten los que no se han movido en toda la noche, que hace temblar los pies bajo los manteles. El que era francotirador asoma media dentadura de una sonrisa nerviosa: sus gesticulaciones incómodas dicen que no sabe bailar, y su mirada, que no tiene la intención de probar. Ambos alzamos la mano y el mesero viene a rellenar nuestros vasos. Desenredamos los ojos y miramos a las demás personas en el centro, que no sienten el frío.

***

La mesa de Victoria está más adelante. Llevo rato mirando su cabellera castaña por detrás de los demás invitados, que siguen llegando. Se ha peinado con dos pequeños cuernitos, como las japonesas, y usa un vestido café, que le descubre los hombros. Viene con su novio, que luce muy bien de saco beige y camisa negra: muy elegante. Parece ser de pocas palabras, se nota nervioso, aunque, seguramente, podría conversar muy bien con los dos si fuera a saludarlos. Pero, como han estado riendo con las otras personas que hay en su mesa, no he querido interrumpirlos. Parecen estar mejor que yo y, sin embargo, no se han levantado a bailar en casi toda la noche, lo cual es muy raro, pues a Victoria le encanta bailar y cantar al tiempo que mueve los pies. Se quitó el abrigo hace rato, cuando los músicos abrieron la pista, pero continúa pegada a la silla. Parece que el que no tiene la intensión de moverse es su novio: echa un vistazo a los pies de la gente, sigue los movimientos con el rabillo del ojo; pero rehúye la vista cuando siente que ella lo encuentra. Entonces, recurre a los arrumacos: uno o dos besos que compensan las palabras que apenas se oyen en el barullo.

***

Juliana pregunta en voz alta quién quiere bailar con ella esta vez. Lo dudo un poco, pero al final le digo que yo, a lo cual alega diciendo que no sé bailar. Me mira extrañada, pues sabe que nunca me he parado en las fiestas. Al mismo tiempo, nuestro amigo Ramón se levanta de su silla y se ofrece; sólo ellos faltaban de bailar; la toma de la mano.

—Ya tienes que aprender a bailar, mi vida —me dice ella mientras seca el sudor de su frente con su pañuelo.

—Quizás inicie el siguiente fin de semana —respondo—. Hay un grupo de baile a unas calles del trabajo, que tiene muy buena pinta; podría quedarme después de mi turno y…

Juliana me da un rápido beso en los labios y vuelve a la pista cuando escucha la pieza que viene. Se vuelve un instante y pide, a lo lejos, que le encargue una bebida.

Desde que veníamos en el auto, me advirtió que no estaría sentada conmigo toda la noche, que eso le fastidiaba. Mientras se hacía el delineado en el asiento de copiloto, analizaba las posibles opciones: bailar con Emilio, que tenía algo especial en las manos, decía, en la habilidad para guiar los movimientos, las vueltas y los paseos; o pasarla con Abigail y sus primas, que, aunque no le caían tan bien, siempre hacían el ambiente con sus payasadas. O bailar con Raúl, el mejor amigo de la cumpleañera. “Es muy chocante”, decía, “pero vaya que sabe moverse. Es muy difícil encontrar a alguien que sepa hacerlo tan bien. La mayoría no sabe hacer más de un paso y dan vueltas como pelotas; se ven muy mal en las fiestas”, chistó mientras se quitaba el exceso de polvo, “hasta dan pena”.

Juliana sólo ha venido a la mesa para rehidratarse, para sacar cosas de su bolso y para darme unos cuantos besos. Yo jamás he tenido ganas de asesinar a Juliana mientras sale a bailar, por supuesto, no como el hombre serio de en frente, y ella jamás ha tenido problemas con que yo me quede sentado siempre en las fiestas. Aunque, a veces, he pensado que mi esposa me ve como si fuera un discapacitado por el que no pudiera hacer nada. Una vez, hace unos años, trató de enseñarme a bailar; pero rehuyó tan pronto como pisé uno de sus pies. Posteriormente, comenzó a excusarse diciendo que no sabía cómo guiarme, que no podía hacer nada más y tenía que arreglarlo yo mismo. Luego, en las siguientes salidas, comenzó a adoptar la costumbre de enrollarme bufandas lo suficientemente gruesas para abrigarme del frío mientras ella iba a bailar; ya me ha comprado varias de muchos estilos.

Hoy por la mañana, incluso me compró una cajetilla de cigarrillos para que tuviera con qué calentarme si decidía dar un paseo para entretenerme, como suele ser mi costumbre. Y eso mismo decido hacer: me levanto con la excusa de buscar el baño, pero, en realidad, me dirijo a fumar al jardín. No quiero permanecer solo en la mesa más tiempo. El hombre frente a mí se levantó a hacer una llamada, pero, al poco tiempo, observé que sólo deslizaba una y otra vez la pantalla, que la encendía y la apagaba mirando la hora.

***

La brisa del jardín se siente como una bofetada o como el tajo de una navaja en la cara; parece que mis labios van a romperse si no los caliento. Mientras saco el encendedor, los gritos de la fiesta se cuelan por el portón entreabierto. Tiritando, enciendo con dificultad un cigarro, el primero en varios meses, y el humo se mezcla con el aire que hiela. La música se escucha lejana. Me apoyo en la baranda y miro el rocío que hay en el césped. En ese momento, el hombre de la corbata azul aparece en el umbral. Tiene el celular pegado a la oreja, pero parece que nadie contesta. Me lanza una mirada a lo lejos, pero no dice nada. Se acerca, con su vaso en la mano, y se queda a mi lado, tan incómodo como yo. Apesta a alcohol a pesar de que las bebidas son rebajadas, y torpea sus movimientos; temo que haya encontrado aquí afuera a su próxima víctima. Pero se le ha perdido la rabia que había en su mirada.

—¿No te gusta bailar? —me pregunta rompiendo el silencio; parece que el brandy ha empezado a hacer sus efectos en las palabras.

Lo miro un instante antes de responder. Hay algo en su tono que sugiere más que curiosidad, como si buscara confirmar que no está solo en su torpeza.

—No sé. Nunca aprendí —respondo encogiéndome de hombros.

—Yo tampoco. —Su risa es amarga, seca como la bebida que hay en su vaso. Da un sorbo y añade—: Mi esposa dice que es cuestión de práctica, pero… nunca he tenido tiempo para eso. Siempre hay algo más importante.

—¿Y ahora? —le pregunto.

Se queda callado. Mira hacia la ventana, donde su esposa baila de nuevo, esta vez con otro hombre, y sus gestos son una mezcla de fascinación y tristeza. Finalmente dice:

—Ahora siento que estoy perdiendo algo, pero no sé cómo alcanzarlo.

La confesión cae como una verdad compartida, algo que nunca había puesto en palabras, pero que he sentido muchas veces. Pienso en Juliana, en su risa mientras da vueltas en la pista, y en mi lugar constante: el del espectador.

—¿Sabes? —dice el hombre cambiando de tema, con una leve torpeza en su lengua—. Siempre pienso que el baile es como… —Revuelte el aire con sus ademanes—. Como un idioma. Si no lo hablas, no puedes decir lo que sientes. Y yo… —Se interrumpe mirando el cigarrillo que se consume en mis dedos—. Supongo que soy un mudo.

Y con esa mudeza vuelve lentamente la mirada al cristal, donde mira de nuevo la escena que lo revuelve, y regresa adentro antes de poder decir algo. Me quedo allí, con su metáfora rondándome la mente. Miro el cigarro acabarse y pienso en Juliana. Ella siempre ha querido que aprenda a hablar ese idioma que todos saben, pero yo... Bueno, tal vez sea hora de intentarlo.

***

Vuelvo a encontrar a Victoria y a su novio: están en un rincón, junto a la mesa de postres, como escondidos. Ella baila un sensual danzón embelesada completamente con la tonada de un clarinete, con los ojos cerrados. Él, con las manos temerosas, medio lánguido, la toma de la cintura, trata de seguir el pequeño cuadro que ella hace con los pies.  “Un… dos tres cuatro”, repite Victoria, “cinco seis siete, ocho nueve dieeez… Y. Otra vez”. Pero Ricardo no halla la relación que hay con el ritmo: sus pies se detienen, abruptos, a analizar el terreno, como si cada uno llevara una brújula opuesta. Las pupilas se le ven agitadas, nerviosas, como una agujilla que no encuentra su rumbo en el frente. Al notarlo, antes de que la suelte, Victoria se apresura a decir que ella es su Norte, y clava su mirada en la de él.

—Mírame.

—…

—No busques el paso —le dice.

Una pisada.

—Pero no puedo seguirte…

Shh… —hace ella y silencia la boca con un tierno beso—. No tienes que seguirme, tienes que sentirme.

Ella sigue haciendo el mismo cuadro una y otra vez, al ritmo de la música lenta, muy pegada a su novio, que ya luce un poco más relajado. De vez en cuando, éste pierde el paso; pero lo recupera al instante. “Mar, todo el ambiente huele a mar, mucho calor…”, susurra ella en su oído. Chocan las claves frente al micrófono: sonidos breves, pequeños, de los palillos de madera de cerezo golpeando. El saxofonista, al igual que Victoria, abraza a su instrumento como si fuera su amor: sopla como si susurrara, acaricia el metal como si fuera de carne. Pasea de un lado a otro del escenario con los ojos cerrados, despacio, como si ambos bailaran también. Ambos pies se siguen ahora entre las luces tenues; limerentes, se buscan y se encuentran como las miradas, como las palabras, como los amantes y los enamorados.

—Sudores en la piel. Sudor sabor a sal… —contesta él siguiendo la letra de la canción.

—Y en la pista una pareja…

—Se vuelve a enamorar.

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