Por fin, y tras una larga espera, sus padres te invitaron a pasar a su casa. Te diste un baño y descansaste tus piernas en un sofá de puro cuero. Vaya alivio el tuyo, mayor si aún había que cenar; tú ni siquiera habías desayunado un café caliente.
Pero entonces, de un momento a otro, pasaron las seis y esa familia comenzó a moverse de arriba abajo; entraron y salieron; abrieron y cerraron puertas mientras tú seguías inmóvil en ese sofá.
Tu novia salió del baño con una toalla enrollada en la cabeza y, al mismo tiempo, su madre buscaba con prisa sus mejores pendientes, los que le había traído su hermana de Francia. Afuera, su esposo ya había empezado a calentar el motor del auto. Y, bajando las escaleras, tu cuñado anudaba con destreza una corbata roja a su cuello. Unas mancuernillas se asomaron brevemente por debajo de su saco.
Miraste extrañado cada movimiento en la escena. Y es que quizás llegaste en un momento inoportuno. Pero eso quién podría haberlo sabido.
En media hora todos estuvieron más que listos para quién sabe qué cosa, excepto tú. Fue como si la familia que pasó a tu lado hace un rato jamás hubiera entrado a esa casa. Ahora estabas frente a dos abogados sin portafolios que lucían bastante profesionales, y una primera dama, quien, envuelta en un soberbio vestido negro, estaba a punto de dar unas palabras. Incluso nadie hubiera lucido mejor esa combinación de pantaloncillos y chaleco de sastre que ese niño tan elegante que se escondía tras su padre.
No eras parte de ese número y todos lo supieron cuando quedaste en silencio frente a ellos… Cuando recordaste que dentro de tu maleta no había ni una camisa blanca.
Estoy seguro de que alguien quiso romper el hielo con una gran muletilla lanzada al aire, pero nadie se atrevió; te mirabas tan indefenso sentado. Fue hasta que tu novia, con traje de heroína, les gritó desde su habitación que se marcharan cuanto antes, que en un momento los alcanzarían. Cerró el telón para darte un descanso. En seguida, a través de la ventana, los viste marcharse en el auto. Pero aún no sabías qué pasaba. ¿A dónde fueron tan arreglados?
Antes de preguntarle algo a tu amada, la viste parada bajo el marco de la puerta, y en ese momento tu mandíbula cayó sin previo aviso hasta azotar con el suelo. Su pecho estaba descubierto frente a ti y por su torso apenas subía, entre pequeños jalones, un vestido azul. Se dio la vuelta lentamente y mostró su espalda desnuda mientras indicaba que subieras, por favor, su cierre. Y, como era de esperar, tus manos se perdieron camino a su cuello; buscaron un “atajo”. Jamás creíste, seguramente, que esa chica pudiera verse todavía más hermosa.
Pero te dijo que no con un puchero, pues todavía tenía que explicarte todo en el camino.
A bordo de un taxi que pidió supiste que iban camino a un restaurante de alta categoría; su padre obtendría aquella noche el título de su vida en la investigación de esa paradoja que son las matemáticas. Genios y gente de renombre estarían presentes luciendo sus mejores galas, en medio de champaña y cenas de tres tiempos.
Pasaste un gran trago de saliva de inmediato. Comenzaste a sudar aún más cuando el vehículo se detuvo antes de doblar en la esquina. Lo bueno fue que la playera que te pusiste no lucía ningún estampado surrealista de los que tanto te gustan.
Comenzó a helar y tus brazos estaban desnudos; tus vellos no pudieron erizarse más. Tomó tu brazo y te encaminó a un edificio; ahora eras su acompañante y usabas pantalones deportivos. Morirías de vergüenza al cruzar las puertas.
Pero, afortunadamente, quien tomaba tu mano nunca te haría pasar por un momento así. Y afortunadamente contaba con una tarjeta de crédito con una cantidad absurda de compras a su disposición. Detrás de las puertas de cristal no hubo ninguna botella de champaña, pero sí, personas con sacos y pañuelos, escaparates y mucho, mucho que comprar.
Momentos después, te probaste el primer traje de tres piezas que tuviste a la vista, aquél de color azul marino que estaba puesto sobre el aparador principal.
Lo supiste al sentirlo; había sido hecho para ti. Y, cuando saliste del probador, tu novia estaba afuera con un corbatín rojo y un par de zapatos de piel esperando, pero no cualquier par de zapatos de piel, amigo. Pudiste lucir por primera vez un envidiable corte italiano en tus pies, mucho mejores que esas zapatillas de tela.
Ni tú mismo pudiste reconocerte cuando te viste al espejo; definitivamente ése no eras tú, ni mucho menos ése era tu dinero.
Al llegar a la caja, tu novia deslizó discretamente su tarjeta de crédito hasta tu mano debajo del mostrador, justo como un discreto soborno haciéndose pasar por una identificación. Después, te encargaste de pasarla por ese aparatejo del cual desconocías su existencia. Me parece, incluso, que aquel empleado quedó sorprendido cuando vio tus pupilas dilatarse al entregarte el recibo: le costaste a tu novia, en unas horas nada más, poco más de 20 mil pesos. También te había escogido unas mancuernillas como las de su hermano y un abrigo de gabardina para el frío. Nada le faltó.
Esos 300 pesos que llevabas en el bolsillo seguramente no podrían pagar siquiera el corbatín que llevabas en el cuello. Pero tu novia ni siquiera vio de cuánto fue el descuento de su tarjeta, le prestó más atención a tus brazos antes de ponerte el saco. De verdad que aún no puedo creerlo.
Al llegar a la cena, el pianista recién había comenzado a tocar. Incluso tenías ahora un asiento reservado en una de las mesas principales. Saludaste a todos los que se hallaban sentados mientras, discretamente al oído, ella te hablaba un poco de cada quién. Su padre no dejaba de elogiar lo bien que te quedó ese traje, pues ni los anfitriones se preocuparon un poco escogiendo una corbata adecuada. Eras el éxito en persona.
Varias personas, a saber quiénes eran, te ofrecieron en mano sus tarjetas y sus números telefónicos para que las llamaras al día siguiente.
Cenaste langosta y bebiste champaña importada. Deslumbraste a todos en la mesa con tus experiencias de reportero en las calles y con esa fluidez tuya al contar las cosas sin miedo. Apareciste en las primeras planas, quizás, junto a las personas más destacas del país al siguiente día, Pero antes o después de todo eso, mi querido amigo, diste con la persona que amabas en menos de un día, sin artefactos ni “puñaladas”, como sueles decir.
Lo mejor fue cuando, antes de concluir el evento, los músicos improvisaron algo de jazz. En ese momento, entre tus brazos tuviste a la persona que esa noche te vistió a su gusto, tuviste a la chica que se enamoró de ti incondicionalmente dos años atrás; tuviste sus brazos lazando tu cuello por casi una hora –y por el resto de su vida—.
Terminada la velada, la despediste en el portón de su casa con un beso apasionado.
Por la mañana habías visto un hotel que no tenía mala pinta por el camino, y para allá fuiste arrastrando tu maleta nuevamente. Te diste una ducha y mulliste tu almohada. Después de todo, fue una noche de locos.
Antes de cerrar los ojos, alguien llamó a la puerta a las tres de la mañana. Extrañado, preguntaste quién era, pero nadie contestó, entonces abriste dudoso. Era tu amada que había salido a buscarte. Tenía un puchero nuevamente en la boca, pero ninguna excusa. Ella misma cerró la puerta y te empujó hacia dentro.
Después
ya no sé, pero seguramente quiso decírtelo esa noche, y probablemente tu
también lo dirás otra vez: volverás a Zapopan.
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