Cómo olvidar cuando me contaste de la cena más cara del mundo y el día más emocionante de tu vida en Zapopan. La verdad es que no tienes remedio. Sólo a ti te pueden pasar estas cosas.
Aquella noche, mientras estabas hundido en tu propio colchón, cobijado con la ansiedad y la desesperación, justo en plena transición entre la madurez y la estupidez, a punto de cumplir veinte años, no lo soportaste más y saliste disparado de la cama.
Tomaste tu inseguridad por los pantalones y la llevaste contigo a la fuerza. Abriste desesperadamente todos los cajones de tu ropero y empacaste cuanta ropa cupo en esa maleta: calcetines y ropa interior; playeras y un par de tenis; loción, desodorante, crema y demás vanidades fueron de un solo golpe al fondo. Empacaste todo menos una camisa blanca y zapatos.
Antes del amanecer, aún en penumbras, tomaste tus cosas de prisa y diste rápidamente una última inspección: cartera, llaves y un abrigo, claro. Afuera hacía mucho frío. Sin embargo, frotaste tus manos una última vez antes de cerrar la puerta del zaguán y, así, sin nada más que unas llantitas jalando detrás, fuiste caminando hasta el aeropuerto.
Después de un largo peregrinaje, llegaste a tu destino antes de que los primeros rayos del sol salieran. Pero vaya que sentiste por primera vez ese hormigueo en el estómago cuando viste a más personas, como tú, haciendo filas con mochilas en hombro y maletas absurdamente robustas cambiando de mano en mano. Quién diría que tu primer viaje en avión sería en solitario. Por suerte, para entonces, ya sabías fruncir el ceño como todo un adulto y nadie pudo notar cuán asustado te sentías.
Viste por última vez, aunque no en vano, los ahorros de todo un año en tu cartera. Nerviosamente se los diste a la cajera y ella, muy amable, te dio un pase directo a la ciudad de Guadalajara, Jalisco, donde en ese momento se encontraba tu amada.
Me dijiste que un grito como de niña estuvo a punto de salir de tus labios con toda su fuerza cuando sentiste las primeras turbulencias al despegar. Te sujetaste del asiento con tanta tenacidad que la hermosa chica que estaba sentada junto a ti no pudo evitar ponerse nerviosa. Quizás fue la única ocasión en la que alguien verdaderamente se preocupó, aunque en su mente, por ti. Debió haber querido colocar desesperadamente su mano sobre la tuya para que te calmaras un poco.
Inclusive aquella chica hubiera sido capaz de pedirte un taxi en cuanto salieron del aeropuerto, ya en su destino, puesto que tus pasos de cirquero ponían en duda tu juicio, pero no lo hizo porque, pese a tu mirada desorbitada, todavía se notaba prisa en tu andar. Aunque no supieras exactamente a dónde demonios te dirigías; eso no estaba planeado antes de salir de casa.
Superadas tus náuseas aéreas, tuviste el valor de preguntarle a la primera persona que se cruzó en tu camino cómo podías llegar a la dirección que tenías anotada con tinta negra en tu brazo. Tendrías que haber visto tu cara de ironía cuando ésta te dijo que para llegar a tu destino aún te faltaban recorrer 15 kilómetros y debías atravesar toda la ciudad para llegar a Zapopan.
Qué fácil hubiera sido, desde luego, llamar a tu chica en ese instante para que te dijera las indicaciones necesarias hasta su nuevo domicilio, pero en la época donde tener un teléfono inteligente era todavía un sueño costoso, eso era más que absurdo.
Saliste de casa únicamente con el dinero suficiente para ir volver después de un fin de semana, y tu enamorada sólo te dijo antes de irse que ahora vivía en la calle de Jacarandas número 11, casi en las afueras de la ciudad. Las únicas referencias que pudiste darle a las personas eran esos chispazos que salían de tu memoria; los lugares que ella te contaba por mensajes que veía: un hermoso parque y calles empedradas que comenzaban unos kilómetros después de pasar por un hotel. Qué oportuno hubiera sido un GPS entonces.
Pero, por fin, después de atravesar una ciudad completa y recorrer casi por todas sus calles otra, diste —a saber, cómo— con la dirección exacta de tu amada. Indiscutiblemente era allí, al final de la calle, en aquella casa junto al poste de alumbrado, con el portón de madera, aunque, tristemente, no había ninguna jacaranda a la vista.
Empapado en sudor todavía, te quedaste parado un buen rato frente al portón, apretaste tus manos para que dejaran de temblar e improvisaste un disimulado peinado una o dos veces con el agua de tu frente… Y claro. ¿Quién podría recibirte al tocar el timbre?; misterios como ése sobran en esta vida.
Luego de haberte mentalizado, y cuando tu sudor secó. Apretaste muy seguro el timbre de la entrada una, dos y seis veces… hasta que, de repente, escuchaste voces acercarse por tu retaguardia: un hombre y una mujer; un niño —muy pequeño tal vez— y otra voz gruesa, inclusive el ladrido de un perro en sincronía, pero hubo uno, inconfundible, que te hizo girar la cabeza más rápido de lo que en ese instante tardó en volver tu nervioso pulso bailarín a tus venas.
Diste la vuelta y, efectivamente, era ella que había quedado atrás; las demás voces siguieron de largo su camino. Quedó muda al instante, como si hubiera visto un fantasma —muy guapo, según ella—. No pudo creer lo que habías hecho; no lo vio llegar por ningún lado. Mucho menos tú cuando, en un santiamén y como un resorte, salió disparada a tus brazos. De pronto, todas las energías volvieron a tu cuerpo al contacto con su piel. Como una cosa de magia.
Y allí, bajo ese poste de alumbrado, quedaron sin moverse un solo segundo el resto de la tarde, como dos estatuas talladas con el mismo cincel, con la misma inspiración, con la misma respiración. Después de casi tres horas, cualquier ser vivo habría sucumbido ante semejante hedor de tus glándulas, pero ella no, amigo mío. Ella no.
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