La cama que surca la noche ha quedado varada en los pensamientos que anteceden al sueño. Parece que el tráfico es denso sobre la almohada. Habrá que esperar un poco más en la oscuridad. Pero no es una situación que los audífonos, con la música predilecta, no puedan sobrellevar.
La reproducción aleatoria ha soltado un hermoso danzón para amenizar el camino hacia el sueño: Nereidas. Aunque los pies quieren moverse al son de la orquesta, el cansancio de la jornada los tiene cautivos. Sólo al cerrar los ojos se cumple la fantasía. Y allí está uno de nuevo, imaginándose en una agraciada pieza con una bella pareja cuyo rostro es anónimo.
Al poco rato, el ritmo lento y cadencioso se hace del cuerpo. Los ademanes figuran un torso al que abrazan en la oscuridad, en la imaginación que los mueve, que guían los trombones del delicioso montuno. Los bailadores quedan embelesados y, aunque no tienen rostro, se miran y sienten mientras la música los fusiona. Las caderas se juntan más unas con otras y los pies se siguen como si estuvieran enamorados, se buscan en cada compás.
Es idilio que crea la música. Idilio tierno y salvaje que, sin embargo, pregunta: ¿quién podría bailar danzón así alguna vez? Si tan sólo, al levantar los párpados, uno apareciera allí, en aquella pista de gala, junto a la persona que quiere, que anhela. Si tan sólo aquel sueño de limerencia pudiera vivirse. Bailar danzón con la persona deseada.
Pero no. Es mejor seguir fantaseando. Es mejor olvidar que a un lado no hay nadie, además de la música. Es mejor soñar con danzón.
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