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Papá se fue



La tarde que papá se fue, mis lágrimas se sentían diferentes; no eran calientes como las que brotan para tratar de sanar las heridas que deja la angustia, como las que salen a aminorar el dolor. No. Mis lágrimas quemaban como el rastro que deja un cubo de hielo que se derrite en la piel, helaban como el miedo que cae pesadamente y explota en el interior del estómago.

Aquella tarde, caminando por los pasillos de la estación Pantitlán, papá volteó y se despidió secamente de mí. Rechazó uno de mis abrazos y comenzó a regañarme. Dijo que me estaba preparando para ser un adulto, que ya debía entender muy bien esas cosas. Ciertamente, no entendía por qué se iba.

Dio otra media vuelta y se marchó con un ceño horrible en el rostro; yo lo seguí, pese a la advertencia que me dieron sus ojos, porque sentía ya un miedo tremendo en el fondo. Al bajar del vagón, previamente, noté cómo había quedado mirando afanoso los rieles bajo las plataformas, como si hubiera querido saltar de repente, antes de que sus ojos volvieran a verme.

Debo contar que papá siempre ha tenido una pesadilla constante en la que está parado en un andén, luego empieza a caminar hacia la orilla y, con toda la naturalidad del mundo, baja y se coloca en el medio de las vías sin que nadie lo note; espera allí hasta que las luces y el pitido del tren que aborda a la estación lo despiertan de golpe, antes de descuartizarlo.

La vez que me contó eso, también confesó creer que de esa misma manera va a morir algún día, como las veces que yo digo muy seguro que me va a matar una bala. Esa noche, ya hace varios años, apretó mi mano con miedo antes de quedarse dormido a mi lado.

Desde entonces comencé a notar, durante nuestras salidas, la manera en que suele mirar los trenes que arriban a la estación, alejado lo más posible de la orilla, casi en el medio del andén. Pero ese sábado… ese sábado miraba muy diferente las vías bajo sus pies, y el túnel que las devoraba al final de la vista.

Al alcanzar su paso, sentí las garras de sus reclamos clavarse en mi rostro: decía no tener la culpa de nada de lo que había pasado, que eran el mundo malvado y las personas quienes tenían toda la culpa… Pero que aun así debía irse. Tenía graves problemas de dinero, deudas con muchas personas, que empezaban a sofocarlo. Y por si fuera ya demasiado, una fuerte depresión lo había inducido en todo tipo de drogas.

Debimos bajar, durante el trayecto, unas dos o tres veces por unas escaleras cada vez más reducidas que, después de vueltas y vueltas, nos condujeron hasta la entrada de un pasillo tan perturbador como enorme. Entonces dejé de prestar atención a los reclamos dolientes. Empecé a sentirme indefenso entre las entrañas de esta ciudad misteriosa, que hasta entonces juraba conocer perfectamente.

El camino hacia el Mexibús era un pasaje directo al inframundo, perdido en el metro de la ciudad, un pasadizo cuyo lúgubre aspecto me gritó directamente, en mi rostro atemorizado, la misma advertencia que la puerta del infierno hizo a Dante: el de abandonar toda esperanza.

Antes de preguntarle a mi papá hacía dónde íbamos, vi pasar su espalda frente a mí, que no se detenía. Él no se había inmutado ante la oscuridad que rellenaba ese corredor. Entró sin haber frenado sus pasos, como si no hubiera visto nada frente a él, como el resto de las personas alrededor que entraban y salían de ese corredor que me helaba la sangre. 

Era eterno cual agónico infinito y hacía en él una fría oscuridad que calaba tristeza en el alma; parecía que las mismas paredes lloraban el agua que brotaba de las enormes grietas del techo acabado, pútridas goteras, y no había un solo ruido en el aire callado, pese a que a nuestro alrededor caminaban demasiadas personas, todas cabizbajas como almas en pena.

Dentro de ese largo túnel, sentí bajar hacia el infierno con cada par de escaleras que hacían más hondo el camino que apenas veía. Y cada reclamo de papá, que se convertía en lección, me imaginó en el limbo que debe haber entre la vida y la muerte, en ese efímero o eterno pasaje que conecta la incertidumbre de estar vivo con la certeza de no volver al mundo, donde lo acabado vuelve a empezar sin detenerse.

Es decir, la misma persona que me había enseñado a ser feliz en la vida ahora me preparaba para afrontar la tristeza de golpe. Imaginé que mi padre, en ese momento, me estaba mostrando cómo iba a ser el camino hacia mi muerte, o hacia la suya. Temí tanto que dijera, al finalizar sus reproches: “Y así es como acaba la vida, hijo mío”.

Paré en seco cuando, al final del pasillo, vi una luz que se tragaba la oscuridad, y a las siluetas de las otras personas que iban a ella. Quedé paralizado por el miedo que me inventé. Luis no se detuvo, pese a que lo jalé del brazo; no se dio cuenta de que, a sus espaldas, empecé a llorar por el pánico de verlo ir a la luz.

Al salir de allí, no hubo nada parecido al paraíso, por supuesto; sólo encontramos un corredor que iba hacia el Mexibús. Papá recargó su tarjeta y me abandonó en los torniquetes; siguió caminando sin voltear a mirarme, con su equipaje en mano. Ésa fue la última vez que lo vi.

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