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Papá contra el gordo: un duelo de profes de danza



Era un profesor gordo, que creía muy alzadamente que sabía zapatear, el que se había ido a parar frente al público como si fuera la estrella de ese número escolar. Sus gestos eran de absoluta satisfacción: sonreía jubiloso, con los ojos cerrados; sus pies se movían al ritmo que marcaba la quinta; estaba completamente embelesado por la música que corría por el aire, como si sus oídos saborearan las notas. Pero su actitud era la de un engreído.

Ojalá que llueva café, de Café Tacuba, sonaba muy fuerte en dos enormes bocinas sobre el foro universitario. Era música para bailar y aquél era un número de profesores, profesores comunes y corrientes, a cargo de un par de maestros de danza; uno era aquel señor de pies cortos, moreno y cachetón, que se había puesto hasta el frente a propósito; el otro era papá, que no iba a dejar que el gordo se llevara el protagonismo.

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Las gradas estaban repletas de personas, de familias que habían estado viendo bailar a sus pequeños en el festival de verano. Ahora, en el número principal, eran las parejas y los hijos los que alborotaban el ambiente con gritos y chiflidos. A mi lado, una señora bastante joven, que no dejaba de grabar con su teléfono, gritaba una y otra vez: “¡Báilale, mi amor, báilale!”. En la pantallita rectangular que sostenían sus manos estaba encuadrado su esposo, que, si bien apenas sabía lo que estaba haciendo, lleno de sudor nervioso y con una expresión que pedía que se lo tragara la tierra, sonrió en cuanto pudo distinguir el aclamo a lo lejos. “¡Eso, mamá, tú eres la mejor!”, decía otra niña en la fila de arriba, con una voz tan aguda como la de un silbato.

Una veintena de profesores bailaba sobre el piso lustrado del enorme gimnasio, todos mal disfrazados con enormes tejanas, chaparreras y pañuelos amarrados al cuello, como si la temática hubiera sido de vaqueros y pistoleros, como en un clásico western; incluso hubo quien se amarró un paliacate a medio rostro, cubriéndose la nariz y la boca, quizá, para que no fuera reconocido por nadie. Las largas faldas de las mujeres componían un poco la escena; los tocados y las trenzas con las que se habían arreglado el cabello también ayudaban. Pero los pies de todos bailaban huapango (a saber bien de qué estado), con pasos sencillos, sin riesgo de equivocar, con golpes dobles y maquinitas cuya secuencia había desaparecido, sin embargo, al cabo de los primeros veinte segundos. Tal vez por esa misma razón la pieza no tenía una coreografía, ningún movimiento con el que pudieran revolverse aún más, provocando un caos de múltiples choques.

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A papá le encanta esa canción y por supuesto que le encanta bailar. Pero lo que nunca le ha gustado es hacer cosas fáciles, rápidas, sin la mínima pizca de pasión, como montar números aleatorios, caprichosos, pedidos a última hora, sólo para entretener al público unos minutos. Al otro profesor también le gustan las cosas bien hechas, que llevan su tiempo y su dedicación.

“Profesores, ¿podrían apoyarme montando un pequeño número de folklor con los demás maestros? Que se algo muy sencillo porque sólo queda una semana para el festival, por favor, ¿sí? Muchas gracias”. Posiblemente ambos tuvieron el mismo pensamiento mientras la directora les daba las indicaciones: primero, enseñarles algo fácil a los demás profesores, sin mucha gracia, de lo que jamás volverían a acordarse en sus vidas, como una fórmula general de trigonometría que nunca vuelve a ocuparse; después, dejar que sus pies se enredaran al cabo, y robarse ellos el espectáculo, pues también bailarían y con justicia les corresponderían los elogios. Escoger Ojalá que llueva café quizá fue una mera arbitrariedad, o un acuerdo entre ambos; pero lo cierto había sido que, desde que aceptaron montar ese baile, el desafío había quedado marcado entre uno y el otro, sin importar nada más.

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Papá dice que hay que lucirse bailando sólo cuando es muy necesario porque, cuando uno ya tiene las habilidades y la chispa requerida para zapatear, el protagonismo forzado puede ser peligroso: siempre está el riesgo de equivocarse y quedar en ridículo frente a todos, o bien, de romperse una pata (en el sentido más literal de la frase) por la fuerza desmedida. Además de que a nadie le caen bien las personas lucidas.

El otro profesor, en cambio, siempre aprovecha cualquier oportunidad que tiene para lucirse: mientras ensaya en solitario en el patio principal de la secundaria, con la música alta, o desde el momento en el que se integra a una conversación de colegas: siempre hablando de pasos difíciles y ballets con coreografías espectaculares, de célebres academias de danza y lo difícil que es ingresar en ellas. Su dicho particular, por si fuera poco, que siempre remarca con una voz más alzada, y remata con un sutil movimiento de cabeza, es: “Yo soy egresado de Bellas Artes”. Pero jamás menciona, a saber por qué, de cuál escuela de Bellas Artes proviene.

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Sonaba la música y el grupo de docentes trataba de seguir los pies del profesor gordo y los de papá, quienes se habían puesto frente al frente para que todos pudieran copiarlos. Quizá la persona con más noción de lo que estaba ocurriendo era la mamá de aquella pequeña en las gradas: alta y enderezada, con un poco más de coordinación que el resto, en los pies y en las manos. De hecho, si uno no se fijaba tanto y sólo se dejaba llevar por el panorama general, parecía que iba a la par de los instructores de danza. Incluso su sonrisa lucía igual de profesional; era la única mujer que llevaba abanico.

De pronto, en el cambio de música, cuando cesó la voz que hacía los falsetes y se detuvo el violín, el profesor gordo se dio el lujo de caminar hacia las gradas con suma tranquilidad, ensimismado, con los brazos alzados, como agradeciendo las ovaciones, e hizo una reverencia al público; sabía, de alguna u otra manera, que gran parte de aquellos aplausos le correspondían a él y a su trabajo, al menos hasta que quiso volver a tomar el ritmo del son, mas ya no pudo hacerlo.

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“Nuestros profes de danza se están rifando un tiro”, dijo un muchacho, que llamaba al resto de sus compañeros a juntarse al redor de la cancha que delimitaban las líneas del piso. “Yo le voy al gordo, es a todo dar”, dijo una niña morena, que era su alumna. “Nosotros le vamos al flaco”, agregó un pequeño grupo de niños, que estaba justo frente a los ejecutantes: “Escucha cómo le zapatea”. Ambos maestros vestían pantalón negro de sastre y camisas blancas; cada quién llevaba un paliacate rojo amarrado en el cuello; sus botines de danza brillaban de lo bien boleados que estaban; y los dos se habían quitado los sombreros; sus cabelleras húmedas seguían transpirando. Pero algo hacía lucir mucho mejor a papá, no por su ropa ni su figura delgada, sino por su actitud: sonreía con mucha gracia y mucha pasión.

Ya sólo se escuchaban las guitarras, el momento para que cada quién hiciera su mejor zapateado. Un fuerte grito, hecho por papá de repente, desconcentró al profesor gordo de su abstracción: “¡Échale, báilale!”; éste perdió la secuencia, quedando parado unos instantes, como norteado, y miró cómo papá lo adelantaba, zapateando más fuerte, con mayor precisión y más elegancia. La sonrisa de júbilo se le hizo nerviosa de pronto, como la de aquel profesor grabado por su esposa unos instantes atrás; al tratar de seguirle el paso a papá, éste no lo dejó; había añadido un par de remates que sólo él sabía hacer, que encajaron perfectamente con los punteos de la música.

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En el encuadre de mi videocámara, papá era aplaudido por todos como el mejor bailarín. Tras él, la sonrisa del profesor gordo se terminó de apagar antes de que acabara aquel son; su mirada se hizo pesada y apuntaba a la nuca de su colega, como maldiciéndolo en sus adentros. Papá se había lucido más y mejor. Papá le había ganado al gordo porque papá es el mejor bailarín.

 

Para mi papá Luis, que me enseñó a zapatear y amar lo que hago. Lo amo muchísimo.

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