—Sería
una buena venganza morirme en este momento, ¿no lo crees? —le dijo Mauricio a
Bernardo.
Ninguno
de los dos había dicho una sola palabra durante el trayecto. Ambos estaban de
pie en el pasillo del vagón, sujetados del pasamanos más alto, entre la masa de
pasajeros. Mauricio miraba el andar de los autos por la ventana, que recorrían
la gran calzada de noche, entre la cortina de lluvia. Bernardo tenía
entrecerrados los ojos por el cansancio; era casi medianoche.
—¿Cómo
dices? —preguntó Bernardo, sorprendido por la formulación de su compañero, que
ni siquiera había volteado a mirarlo; seguía embobado con el paisaje citadino
tras el cristal.
Ese
mismo día, por la mañana, Margarita había hecho añicos todos los sentimientos
de Mauricio. Recién habían empezado una relación semanas atrás, luego de una
larga amistad, cuando la descubrió enredada en los brazos de Martín, un compañero
que tenían en común. En vez de darle explicaciones sobre su inocencia o algún
malentendido, Margarita le confesó, entre lágrimas de lástima, que en realidad
también estaba enamorada de su compañero de trabajo, y le pidió disculpas por preferir
a Martín, y por el dolor ocasionado. Todas las llamadas de esa tarde fueron de
ella, para buscarlo.
Su
mejor amigo, Manuel, también llevaba semanas sin hablarle. La última vez que se
vieron, él le había gritado que se largara al diablo, en medio de un ataque de
celos ocasionado por Rodrigo, el nuevo vecino del apartamento de abajo, quien
tenía un excelente carisma, demasiado tiempo libre y una tremenda afinidad por
los mismos pasatiempos que Mauricio. Luego, le aconsejó escoger entre una u otra
amistad.
—Digo
que sería una buena venganza morir en este momento.
—¿Para
que Margarita y Manuel se sintieran culpables?
—Así
es —confirmó Mauricio con un movimiento de su cabeza.
Ambos
se quedaron mirando, pensativos.
Un
pasajero, que se había quitado los audífonos de la cabeza para poder escuchar
su conversación, le sugirió a Mauricio, de pronto, que bajara en la siguiente
estación, se colocara cerca de la orilla del andén y se arrojara a las vías
cuando el tren que llegara estuviera lo suficientemente cerca de él, para que
el conductor no pudiera frenar a tiempo.
—Pero
te recomiendo hacerlo en el sentido contrario, en las vías que van rumbo a la
ciudad, ya que los trenes suelen arribar con más velocidad de ese lado —añadió.
—Tiene
razón —dijo una mujer, que también iba de pie, junto a Mauricio.
Mauricio
agradeció el interés de ambos pasajeros, considerando la sugerencia. Bernardo
frunció ligeramente el entrecejo y agregó:
—Pues,
si yo fuera alguno de ellos, y tú te suicidaras esta misma noche, pensaría que fuiste
un llorón. Además, ¿en quién recaería la culpa? ¿No crees que atribuirles
indirectamente tu muerte a los dos sería mucha avaricia? ¿En quién pensarías durante
tu último respiro? ¿En tu exnovia o en tu mejor amigo? Alguno tendría que
quedarse con más culpa que otro.
Con
repetidos movimientos de los ojos, Mauricio analizaba lo dicho por Bernardo.
—Yo
no creo que necesites recurrir a una barbaridad como ésa —dijo otro pasajero a
sus espaldas, que no volteó a mirarlos por imposibilidad de moverse entre los
cuerpos—, quizá sólo baste con alejarte de ellos algún tiempo, sin responder
sus llamadas.
—Es
que es imperativo que lo haga —refutó Mauricio y acomodó su mochila en la
espalda para bajar en la siguiente parada—, no bastaría con desaparecer porque,
precisamente, intentarían buscarme. Necesito dejarles en claro que mis
sentimientos no son algo maleable para sus caprichos. Si desapareciera, pero
volviera a final de cuentas, ¿qué me garantizaría que jamás tuviera que volver
a lidiarlos? Se pondrían felices al encontrarme. En cambio, si muero, sería
definitivo; lo que tuvieran que decirme jamás sería dicho ya, se quedaría en
sus pechos y allí se les pudriría.
—Eso
es bien cierto —dijo el pasajero que se había retirado los audífonos—. Cuando
enterré a mi hermano, las palabras que jamás le dije me cortaron como navajas
cuando las pronuncié frente a su tumba.
—Es
ése el mismo dolor que quiero causar —contestó Mauricio—. Pero es cierto,
también, que suicidarme sería algo bastante patético, debido a la cantidad de
personas a las que quiero perjudicar.
—No
olvides a tu papá, que no te ha permitido volver a tu casa —dijo Bernardo—; él
también te ha hecho muchísimo daño; quizás él merece sufrir más sus acciones.
—¿Acaso
nadie te quiere? —preguntó una niña de coletas rubias, que se quitaba la modorra
de los ojos; los zangoloteos la habían despertado; pero todavía abrazaba a su
mamá, quien prefirió no involucrarse en la plática.
—Exacto
—dijo Bernardo—. ¿Qué sucedería con todas las personas que te quieren, que no
te han hecho ningún daño ni te lo harían jamás? ¿No sería muy inmaduro de tu
parte plantarles un desprecio por aquellas personas a quienes quieres lastimar?
¿No las estarías perturbando también? ¿Por qué hacerlas sufrir?
El
tren siguió bajo tierra. La oscuridad se tragó los rincones del vagón donde
apenas llegaban las luces del techo. Todos callaron un par de minutos; afuera
se oían los rechinidos que daban las ruedas metálicas sobre los rieles.
—Entonces
mi muerte debe ser provocada por un accidente —habló Mauricio—. Así no
terminaría como un melodramático, pues sería algo muy repentino. Tampoco habría
tiempo de heredar resentimientos ni de señalar culpables.
Las
puertas se abrieron, pero nadie descendió en la estación solitaria.
—Hoy
—continuó—, algunas personas se despidieron de mí con un gran abrazo, o con una
sonrisa, sin ningún malestar. Nina incluso me obsequió un pastelito de fresas,
que, por cierto, disfruté mucho. A final de cuentas, uno sabe que las personas
pueden irse en cualquier momento, y cada quién sabrá si los últimos tratos, que
no podían saber si eran últimos, fueron buenos o malos. Así no habrá remordimientos
para quienes, hasta el último momento, me trataron muy bien.
—Eso
me parece mejor —dijo Bernardo.
—¿Y
cómo vas a accidentarte? —volvió a reprochar la niña, que quería volver a su
sueño.
Una
mujer a lo lejos, invisible entre la masa de personas, gritó de repente, con
voz carrasposa:
—Yo
podría arrollarte con la camioneta de mi esposo, con mucho gusto. A estas
horas, ya no hay oficiales en la calzada y las cámaras de seguridad dejan de
funcionar. Mi casa está a unas calles de la siguiente estación. Demoraría sólo
cinco minutos en abrir la cochera y salir. ¿Estás interesado?
Mauricio
y Bernardo intercambiaron miradas; a ambos les pareció un buen plan. Entonces
acordaron bajar de inmediato. Mauricio encomendó a Bernardo la tarea de
informar a todos sobre su muerte, de la manera más sutil, así como otras breves
voluntades finales que sólo quedaron resguardadas en sus oídos.
***
La
mujer de la voz carrasposa salió al cabo de veinte minutos, con las llaves de
la camioneta en la mano y una llave inglesa metida en la bolsa frontal de su
gabardina roja; estaba manchada de aceite por todos lados. Tenía un gesto de decepción.
—No
logro hacer que la camioneta de mi esposo arranque, chicos; ya lo intenté todo;
está completamente averiada. Temo que no podré arrollarte con ella —le dijo a
Mauricio.
—Oh,
bueno… Agradezco tus buenas intenciones de todos modos.
—Aún
podrías cruzar las calles sin mirar hacia ambos lados —quizá tengas algo de
suerte con algún conductor despistado.
—Lo
tendré en cuenta.
—Pero
mi esposo es psicólogo. —Les dio un par de tarjetas a cada uno—. Si alguna vez
necesitan terapia, no duden en llamarlo; le diré que les haga un descuento
especial por tratarse de ustedes.
—Muchas
gracias —dijeron los muchachos al unísono.
—Buenas
noches.
***
—Terapia,
terapia… No necesito una estúpida terapia —maldijo Mauricio. Rompió la tarjeta en
varios pedazos y los arrojó al aire; estos volaron por las alturas.
—Ahora
todo mundo la busca, no veo por qué tú no la necesitarías —comentó Bernardo
inocentemente.
—¿Y
qué hay de Margarita y Manuel? Alguien debería recomendárselas para que
aprendieran a no lastimar a las personas con sus acciones estúpidas. Las
personas van a terapia cuando las lastiman, no cuando causan los daños. ¿No te
parece eso hipócrita?
—Sí…
qui-quizás —dijo Bernardo pausadamente.
—Yo
dejé bien claras mis intenciones desde el principio, Bernardo: quiero venganza.
Ven-gan-za. Una venganza bien merecida. Además, los muertos ya no necesitan
terapia.
***
El
puente peatonal tambaleaba mientras los autos pasaban debajo. Bernardo iba al
frente, escuchando las quejas de Mauricio, quien azotaba los pasos, entristecido
porque no pudo morirse esa noche.
—Puedes
intentarlo mañana, amigo.
Pero
Mauricio no contestó. Sólo se escuchó un quejido a mitad del puente. Una de las
baldosas se zafó de su lugar cuando él pasó por encima, y el enorme hueco lo
jaló hacia abajo, hacia el asfalto mojado. Bernardo reaccionó hasta que sintió
la vibración, en el interior de su cuerpo, de un fuerte pitido, apresurado, de
un enorme camión de carga que bajo sus pies.
Lo
último que Mauricio escuchó fue el horrible sonido de las pesadas llantas que
derrapaban hacia él.
***
La
luz amarillenta entraba lentamente por las rendijas que abrían los párpados. Al
frente, se distinguía un hombre que alejaba su cabeza, vestido de blanco. Tras éste,
había otras tres siluetas borrosas, quietas.
—¡Mauricio!
¡Mauricio! ¡Qué alegría que ya estés consciente! —Era una muchacha que sostenía
la mano de un joven alto, que, a diferencia suya, no mostraba tanta alegría,
sino, más bien, un desinterés incómodo.
—Querido
amigo, temíamos lo peor… —dijo otra voz.
Mauricio estaba en urgencias, en una camilla, con montones de pinchaduras y sondas en todo su cuerpo. Margarita y Martín, junto a Manuel, estaban a su lado, contentos de que no hubiera muerto en ese terrible accidente.
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