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El calor del momento



Al anochecer, los vecinos de un edificio residencial comenzaron a reportar a la policía unos desgarradores gritos masculinos, suplicantes de piedad, que venían del veintiocho del segundo piso.

Por los pasillos ya recorría un silencio sepulcral, pesimista, cuando una pareja de uniformados advirtió su presencia frente a la puerta de la residencia, exigiendo que ésta fuera abierta de inmediato. Al no obtener respuestas del otro lado, consciente del tiempo que se alargaba, uno de los hombres dio una poderosa patada que zafó la chapa dorada del marco; ambos entraron rápidamente con las armas por delante.

El interior estaba oscuro: sólo la luz de una lámpara en el recibidor, tan sutil, tan débil que era casi grisácea, les advertía la posición de los muebles. A la derecha se encontraba la pequeña cocina, donde resaltaban los numerales electrónicos, verdes, de un microondas; la sala, el comedor y la pequeña televisión quedaban a la izquierda, junto a un pasillo del que salió, de repente, el agudo sollozo de una mujer.

El oficial en la retaguardia pidió refuerzos por su radio al notar el sigiloso nerviosismo de su compañero, que, frente a él, se adentraba en aquel corredor estrecho, donde apenas podían extenderse los brazos hasta los codos.

Los pasos de los uniformados terminaron en el interior de la recámara, misma donde, entre uno de los burós y la cama, al fondo, yacía arrinconada una mujer semidesnuda, con el brasier y la falda enredados en la cintura, que cargaba en su regazo el cuerpo mutilado de un hombre al que le lloraba en brazos. Los muebles alrededor estaban salpicados de sangre; las sábanas y las almohadas, empapadas. Había pequeñas velas en algunas repisas, casi acabadas; una corriente de aire que pasaba por una ventana entreabierta movía sus llamas amarillentas, y las sombras bailaban en las paredes, retorciéndose sin voluntad.

Las náuseas invadieron los estómagos de aquel par; les brotaba un miedo tremendo de las entrañas, punzante, pesado. Ambos veían las brutales heridas que cubrían el cuerpo desnudo de la víctima: en la cara, abdomen, piernas y brazos. La sangre que aún brotaba era absorbida rápidamente por gruesas plastas de papel de revista colocadas sobre la carne con gracia, la que había sido arrancada ferozmente como hacen las bestias. En la alfombra y el piso había regado un caldo rojizo, pestilente. Era como si a aquel joven le hubieran arrancado toda la gordura con los dientes y luego hubieran querido reconstruirle el cuerpo con papel cuché.

El segundo uniformado se hizo de hierro y le ordenó a la mujer separarse del interfecto para ser arrestada; pero, en medio de los sollozos que daba, ésta pareció no haberlo escuchado.

—¡Levántese! ¡Retírese de allí! —repitió el oficial.

Al ver que la mujer no se movía, éste se acercó a someterla; mas, tan pronto puso su mano velluda en uno de los hombros desnudos, al volverla, el robusto hombre se hizo para atrás como si se quitara del fuego. La quijada y mejillas de la mujer estaban manchadas de carmesí que escurría, entre lagrimones, hasta su cuello brilloso, tenso por el desgaste del llanto. En las hendiduras de sus dientes había pedazos de carne cercenada y vello corporal. Las lamentaciones brotaban como hemorragias de su boca torcida, deformada por el tormento, junto a un pestilente aroma a hierro.

***

La incorporación al caso de la trabajadora social Mendiola, encargada de dar el veredicto clínico, había logrado un gran avance en la averiguación de los porqués que habían llevado a la asesina a cometer su terrible crimen; aunque su participación en los interrogatorios, cabe decir, había sido pobre en comparación con el trabajo de la detective De la Luz.

La primera vez que estuvo frente a la mujer del veintiocho, se le vio muy nerviosa y distraída, muy posiblemente por tratarse de su primer caso; pero su presencia serena, siempre a un costado de la detective, lograba estimular de manera positiva el desenvolvimiento de la asesina, quien había pasado de balbucear palabras aisladas, frases sin rumbo, en su estado de turbación, a elaborar oraciones con más raciocinio.

***

Con paciencia disimulada, ambas agentes esperaban una respuesta que parecía requerir de complejas operaciones mentales, así como de la revisión previa del lenguaje y la dicción que emplearía al hablar la asesina. Tras un prolongado silencio, finalmente, ésta habló:

—No... Siempre me ha dado mucho pavor ver cómo brota la sangre, pavor y mucho asco… Un asco incontrolable que me provoca el olor a metal —indicó con una mueca de repugnancia.

—Ya veo —dijo la detective De la Luz—, entonces le resultará difícil hablar de los recuerdos que tuvieran que ver con aquellos detalles.

La asesina se disculpó; pero era imperativo que siguiera hablando, ahora que parecía haber recobrado por completo la cordura.

—¿Qué le parece si me cuenta más sobre aquellos comportamientos extraños que mencionó anteriormente? ¿Cómo iniciaron? —preguntó la detective con astucia.

—Bueno, no sé si le parezcan extraños, puesto que a la mayoría de las personas le suceden cosas así todo el tiempo; pero, en mi caso, jamás había experimentado algo parecido a lo que voy a contarle.

La detective le pidió que siguiera con un ademán circular de su mano derecha. La asesina obedeció:

—Sucedió hace un año mientras mi anterior pareja y yo volvíamos a casa. El autobús en el que viajábamos, lleno hasta reventar, había quedado varado en el tráfico. El calor del momento era insoportable, tanto que había empezado a jadear para buscar el aire, aire denso, espeso, caliente como fuego en la nariz, pero aire a final de cuentas, que robaban las demás respiraciones —dijo quejumbrosa—. Juan Carlos, que dormía en el asiento del pasillo, me aplastaba con su cuerpo pesado y sudado, provocándome una incomodidad tremenda, pegajosa.

”Recuerdo que, debido a la sensación sofocante, estuve a punto de levantarme y bajar del vehículo —prosiguió—, junto con una pareja que se había hartado también y se iba; pero una persona muy particular me lo impidió: un hombre que estaba a unos metros de mí, del otro lado del espacio que dejaban la escalinata y las puertas; cabeceaba una y otra vez a consecuencia de la temperatura somnífera; era alto y rubio, de cabello casi blanquezco como la nieve, evidentemente extranjero. Me resultó sumamente bien parecido tan pronto lo vi. Al descubrirlo entre los cuerpos, sentí un pequeño cosquilleo en mi vientre, que se fue acrecentando.

”Lo primero que noté fue uno de sus brazos, apoyado en el reposamanos metálico, con la enorme palma que pendía, tan amplia como una manopla de béisbol. Bajé la mirada y calculé que, extendida, podría cubrir fácilmente el ancho de uno de mis muslos y tomar parte del otro con sus largos dedos marcados hasta los carpos. Llevaba una delgada camiseta blanca que se le ajustaba conforme subía hacia los bíceps, los pectorales y la espalda fornida, que la tela alisada remarcaba como un redondo y ancho caparazón.

”Al verlo detenidamente, comencé a remojar involuntariamente mis labios, con saliva que brotó mágicamente del desierto que era mi boca. Necesité controlarme con una ligera mordida cuando la transparencia del algodón reveló sus abdominales ejercitados, curtidos, que, sin embargo, pensé que debían sentirse muy suaves al tacto de mi piel; terminaban bajo unos pantalones bombachos color beige, deportivos, que parecían ser de una talla muy grande, como lo que había en su interior.

”Al cabo, me di cuenta de que los jadeos que hacía para conseguir el aire se habían convertido en fuertes siseos que pasaban a través de mis dientes, que posiblemente habían sido escuchados por las personas a nuestro alrededor. Entonces, me pregunté si alguien más pudo haber notado la lascividad de mi mirada en ese momento. Tal vez dos o tres personas habían volteado a verme, así que traté de calmarme y respiré más despacio, incómoda aún, agitada, aplastada en mi asiento.

”Al acomodarme, sentí que mi ropa interior se había humedecido, ya no de sudor, sino de otros fluidos; pero no me causó mayor incomodidad, aun sabiendo que permanecería sentada en ese lugar mucho rato, bajo la inclemencia del sol que nos achicharraba como hormigas a través del cristal.

”Cabe decir —agregó la asesina— que jamás había experimentado una atracción sexual tan fuerte y espontánea como aquélla. En ninguna otra ocasión, un cuerpo me había provocado una emoción semejante, ni siquiera el de mis parejas, lo cual me hizo sentir mucha vergüenza; hablo de Juan Carlos.

La trabajadora social frunció el entrecejo.

—Cuando el hombre alto y rubio bajó por la escalinata frente a mí, no pude evitar seguir con la mirada el andar de sus glúteos rellenos y las macizas piernas bajo éstos, cubiertas de vello dorado. Al volver la vista, sin embargo, me detuvo el estómago regordete de Juan Carlos, transpirado completamente. Luego seguí por sus extremidades cortas y su cuello rollizo, que se abultaba en pliegues para sostener su barbilla redonda… Sentí un gran desapego hacia él, hacia su cuerpo, una repulsión que jamás había sido tan grande.

”Fui al médico al día siguiente porque pensé que lo sucedido pudo deberse a un problema de salud, a algo hormonal, pues esa mañana ardiente desperté, además, con una inusual hinchazón en los labios, fuera de mi periodo. —Los ojos de la asesina apuntaron hacia abajo—. Pero todos los estudios arrojaron, después, que no había nada anormal en mi cuerpo; mi salud tampoco decayó con el paso del tiempo.

La detective cruzó una mirada rápida con la trabajadora para confirmar que lo dicho por la interrogada había quedado registrado; sabían que podría haber algo en su testimonio que ayudara a comprender mejor los porqués que buscaban.

—¿Comentó algo de lo relatado con su pareja? —preguntó la detective—. ¿Ocurrió algo después?

—No —contestó la asesina de inmediato—. Aunque llevaba cerca de medio año saliendo con Juan Carlos, nunca me abrí lo suficiente con él sobre estos temas. De hecho —hizo una pequeña pausa—, mis relaciones sexuales no han sido muchas, tanto así que no lo hice con él ni una sola vez, si es a lo que se está refiriendo…

La trabajadora dejó de escribir un momento, algo familiar en el relato de la asesina detuvo su muñeca derecha.

—¿Cuáles son sus motivos? —preguntó la detective.

—N-no lo sé bien —masculló la asesina—. Bueno, en ese momento no lo tuve muy claro todavía… De cualquier manera —añadió—, Juan Carlos y yo terminamos a las pocas semanas. Por el trabajo, tuve que mudarme fuera de la ciudad unos meses. Jamás nos volvimos a ver.

—Entiendo —indicó la detective—. ¿Qué fue lo que pasó después?

—No pasó nada después. Llevé mi vida con tranquilidad.

***

Tratando de buscar cualquier sensación de comodidad que no tenía la silla en la que estaba sentada, cambiando el peso en sus posaderas, la detective se limpiaba la cera del oído derecho; rascaba y giraba despreocupadamente su grueso índice, se tallaba las yemas y luego, como si fuera el sobrante de un cigarrillo, golpeaba su dedo contra el borde inferior del pesado escritorio y volvía a realizar la maniobra. Su otra mano la apoyaba en el filo. La trabajadora Mendiola la miraba de reojo, con un poco de repulsión, al tiempo que hacia sus anotaciones.

***

—¿Volvió a sentir otra excitación como la que acaba de describir? —dijo la detective, tallando las yemas de sus dedos por última vez.

—No, aunque hubiera querido que sí. Como le dije, mi vida sexual no ha sido para nada interesante.

—Ya veo.

—Lo que sí sucedió —continuó la asesina— fue que descubrí otra sensación al regresar a la capital, una completamente diferente que, para nada, me fue satisfactoria.

”Sucedió durante el aniversario del bufet donde trabajo. Como todos los años, los jefes habían organizado una fiesta en el edificio —procedió a explicar—: A mí me gusta mucho asistir porque siempre he conocido a personas bastante carismáticas y hecho alguna que otra palanca; pero hubo algo raro en aquella ocasión, pues me invadió una especie de mala energía que, más bien, ahora puedo describir como envidia.

”Recuerdo que, al llegar al recibidor de la planta baja, quise saludar al señor Gadd, mi jefe de área, que estaba junto a los aperitivos; pero me detuve en seco cuando su esposa se abalanzó sobre él; era la primera vez que la veía en persona. Yo siempre elogiaba las fotografías que el señor Gadd tenía de ella en su oficina porque me parecía una mujer muy bella, pulcra, que correspondía con su elegancia y modales; pero, cuando la vi en el vestido negro que llevaba, con un gran escote en la espalda blanquezca, atlética como la de una gimnasta, pensé que... Bueno, no sé qué pensé exactamente.

”A mí no me gustan las mujeres —explicó rápidamente al notar la pluma de la trabajadora deslizar sobre el papel, ésta le volvió la vista rápidamente—; pero encontré arrebatadora a la esposa de mi jefe aquella tarde, tan joven y esbelta. Luego me miré frente un espejo en el tocador; pero seguí pensando en lo bien que aquella mujer se miraba y en los arrumacos que había recibido en su piel, en las mejillas afiladas y en el cuello delgado.

”Más tarde, me encontré con mis compañeras de oficina.

—¿Andrea y Estela? —dijo la detective al examinar la carpeta que tenía sobre el escritorio.

—Sí —contestó la asesina—. Estábamos pasándola muy bien en la barra que se había montado para la celebración —prosiguió— hasta que Andrea, muy emocionada, recibió una llamada y nos dejó unos momentos. En breve, volvió acompañada y nos presentó a su prometido, que acababa de llegar. Al verlo, quedé boquiabierta. No sé si usted me lo crea —le comentó a la detective con la mirada crecida—, pero era el mismo hombre del autobús que conté, el extranjero; su nombre era Alfons, era alemán…

”Al estrechar su gigantesca palma, su piel me provocó una especie de escalofrío que erizó la mía. Pero, pese a que se trataba de la misma persona de aquella vez, la que me había provocado un incontenible deseo de tocarlo, de arrancarle la ropa con el parpadeo, en mi interior no se volvió a disparar nada parecido a las abrazadoras llamas del fuego, del aire caliente de aquella ocasión.

”Recorrí de arriba abajo su cuerpo otra vez, desde sus largas piernas envueltas en el ajustado pantalón café de su traje hasta las aberturas que dejaban los botones en su pecho tupido, dorado. Sus hombros ensanchados y su quijada recién rasurada me provocaron un hormigueo en los labios al saludarlo de beso; pero, antes de empezar a salivar, un frio extraño se apoderó de mi pecho, haciendo desacelerar mi respiración, como si el deseo se hubiera cortado de tajo.

”Luego de presentarnos, Andrea se disculpó mientras salía con Alfons hacia la terraza. A Estela le pareció que hacían una increíble pareja, como sacada de una telenovela. No le dije nada en el momento; pero en mi mente confirmé sus palabras, que siguieron sonando hasta tiempo después, mientras los veía besarse con desmedida pasión desde mi taburete en la barra. Efectivamente, parecían una pareja de supermodelos: altos, de narices afiladas y bien parecidos.

Las esposas que la mujer del veintiocho llevaba en las manos comenzaron a picarle; había comenzado a tallar repetidamente las circunferencias metálicas en sus muñecas morenas. Arrugó una de sus mejillas y respingó:

—Andrea usaba una falda roja que le resaltaba increíblemente los glúteos, dejándole al descubierto un tatuaje que llevaba en el muslo derecho.

”Antes de salir de viaje —añadió casi espontáneamente, como si divagara, con la mirada perdida en los patrones de imitación de madera del gastado escritorio—, las tres salimos a comprar ropa para lucir ese día en la fiesta. Yo me medí, primero, una elegante blusa negra sin escote y de una sola manga. Aquella falda roja, la única que quedaba sobre una encimera de ofertas, combinaba perfectamente con sus pequeños detalles metálicos y con los tacones negros de plataforma que ya llevaba en mi bolsa. Pero, al probármela frente al espejo, ésta me hizo ver bastante risible, pues la tela se me abultaba de una manera muy extraña en la parte trasera —dijo con una voz que sonaba molesta, emberrinchada—. Pero Andrea la lució perfectamente cuando se la probó; ella fue quien se la quedó.

La trabajadora quedó mirando los labios resecos de la asesina. Dejó un momento los papeles de su tablilla y giró sobre su asiento para pedirle, sólo con unas señas, un poco de agua al personal que observaba detrás de la puerta de la oficina. La detective De la Luz aprovechó aquella distracción para volver a hojear el expediente. Se detuvo en una de las declaraciones y lanzó una pregunta luego de leer:

—¿Cómo es su relación con Andrea?

La asesina volvió a hacer otro prolongado silencio, en el que un hombre con chaleco negro, identificado con un enorme gafete, ingresó y colocó sobre el escritorio tres botellas de agua. La primera en beber fue la trabajadora, que parecía llevar buen rato sin líquidos. El ventilador en el techo apenas aireaba la reducida oficina.

—Quiero mucho a Andrea —dijo la asesina mientras veía salir al hombre por la puerta—, la conozco desde mi primer día en el trabajo; sin embargo, ella y yo no somos tan unidas como sí sucede con Estela. Lo que pasa es que, a veces, su comportamiento me parece un poco excéntrico. —Tosió un par de veces—. Me da mucha pena decirlo, pero…

—Adelante —alentó la detective.

—Me parece que esa tarde llegué a sentir envidia por ella, por la vez de la falda y por el anuncio de sus nupcias. Sentí envidia de su cuerpo bien conservado. Ella es mucho mayor que yo —dijo con resentimiento—. Me enojé mucho al ver sus manos deslizar por el cuerpo de Alfons, y las de él en el suyo, sabiendo que podría estar experimentando, despreocupada, la ardiente sensación entre las piernas que no volví a conciliar… En ese momento pensé que la lujuria jamás podría concretarse en placer sin un cuerpo como el suyo.

La asesina procedió a beber rápidamente para suavizar la hinchazón que comenzaba a sentir en la garganta.

—Pero no soy una mala persona —se excusó tan pronto como sus labios dejaron el pico de la botella—. Nunca le he guardado resentimiento a la gente, por más grave que hubiera sido su falta. Ésa fue la primera vez que experimenté desprecio hacia alguien así de cercano.

La trabajadora se quitó el saco que llevaba puesto, de casimir aperlado, y lo tendió en el respaldo de su silla, dejando al descubierto la sudoración en las axilas de su blusa y la espalda baja. Después, volvió a empinar la botella hasta casi vaciarla.

—¿Dice que eso tampoco le había pasado?

—Para nada. A la semana siguiente de la fiesta, empecé a frecuentar a un psicólogo, que me recomendó una vecina. Y bueno, allí fue donde conocí a Armando.

El malestar en la garganta le había vuelto a la mujer del veintiocho, esposada del otro lado del escritorio, acompañado de una sensación repentina de querer vomitar. De inmediato, se llevó ambas manos a la boca, a la vez que empezó a dar arcadas violentas. La trabajadora social se levantó de su silla y corrió a acercarle un bote de basura que estaba a unos metros. La detective De la Luz volteó hacia otro lado, indicándole al resto del personal afuera, a través de las ventanas, que había que tomar un nuevo descanso.

***

El mismo hombre de chaleco y gafete salía de la oficina, sosteniendo el bote de basura con las yemas de sus dedos. A un lado de la puerta metálica, la detective limpiaba el sudor de la frente de la trabajadora. Al sentirle caliente la piel, le preguntó si todo marchaba bien.

—Sí sí —le contestó la trabajadora—, sólo estoy acalorada.

—¿Quieres más agua?

—Sí, por favor, helada esta vez.

—¿Esperamos un poco más? —preguntó preocupada la detective.

—Sólo necesito un momento —dijo alejándose hacia el ventilador que había en un rincón.

Al ver al equipo fuera de la sala de interrogatorios, el inspector Ortega salió de su oficina para charlar, iba acompañado de una joven secretaria, quien, inmediatamente, se percató de la copiosa sudoración de la trabajadora Mendiola y fue a preguntarle si requería alguna atención.

—Muchas gracias, ya han encargado más agua —le dijo la trabajadora, pareciéndole que el perfume que usaba la secretaria olía de lo más delicioso, como a fresas frescas. También le pareció que el listón rojo atado al cuello de su blusa era un detalle encantador.

—Buenas tardes, señorita Mendiola —dijo el inspector, yendo directo a una de las mejillas brillantes.

—Buenas tardes —contestó la trabajadora mientras pensaba en el calor que debería estar sofocándolo dentro de su grueso traje de tres piezas; pero el inspector lucía, por demás, cómodo y fresco.

—¿Ha dicho algo importante la mujer del veintiocho?

—Sí, empiezo a intuir cuáles pudieron ser sus motivos; aunque a ambas nos está costando trabajo.

—Ya lo veo. —El inspector la vio de arriba abajo—. Siga haciendo su trabajo; pero no se sobreesfuerce, ¿está bien?

Al sentir la firme palmada del inspector en su hombro derecho, la trabajadora sintió una cálida sensación de comodidad. La detective De la Luz miraba con el rabo de un ojo la escena.

—Me gustaría invitarlas a cenar en la noche, luego de que discutamos los avances del caso, ¿qué opina? —Se refería a la detective; había notado su mirada curiosa, entrometida.

La secretaria interrumpió a su jefe, haciéndole saber que lo requerían con urgencia en el piso de arriba, con la información del caso del Sullivan. Éste se despidió de la trabajadora con otro beso en la mejilla y le pidió que pensara en su propuesta. Después, corrió hacia los elevadores con prisa agraciada, cediéndole el paso a la joven empleada; de ir por la noche, seguramente la llevaría a su lado, inventando cualquier excusa para seguir codo a codo.

Antes de volver a la sala, la detective De la Luz frenó el andar de su compañera cuando abría la puerta. Una de sus manos tomó su mentón blanquezco y, girándole el rostro, le susurró en confidencia, justo como solía hacerlo cuando había que controlar su ansiedad:

—Si sientes que hay que parar, sólo dilo, ¿está bien?

La trabajadora asintió con la cabeza mientras recibía un pequeño y rápido beso en la en la comisura de los labios, que, sin embargo, limpió con su mano luego de que la detective ingresara primero, sin que se percatara.

***

—La última de las señales de que algo andaba mal conmigo llegó mientras esperaba el verde de un cruce peatonal —decía la asesina, secando las lágrimas que quedaban alrededor de sus ojos.

”Al girar la cabeza, me detuve a leer rápidamente los encabezados de esa mañana en un puesto de periódicos, donde vi, más abajo de los titulares, la imagen semidesnuda de un hombre que posaba de frente con una bata médica abierta; era rubio y fornido, con un camino tupido que iba del pecho hacia su pelvis… Al ver la portada de esa revista pornográfica, un inmenso morbo por hojearla se apoderó de mi voluntad. Casi en automático, sin dejar de mirar la fotografía, metí una mano en el pequeño bolso que llevaba, en búsqueda de un par de monedas.

”De repente, sentí los empujones de las personas que empezaban a cruzar. Me volví varias veces y opté por comprarla finalmente. Al entregármela, el vendedor me dijo que tenía mucha suerte, pues era la última de unas cuántas que tenía exhibidas desde hacía semanas. Pagué con las monedas exactas para no demorar más y guardé mi compra rápidamente mientras escondía la cabeza en el abrigo, para no ser reconocida. 

”Lo notable de esto que le cuento es que ésa fue la primera vez que compré una revista para adultos, a sabiendas de que, en el mejor de los casos, pude haber hecho una rápida búsqueda en mi celular en cualquier otro momento, con la fortuita opción de borrar cualquier evidencia al acabar. Claro que la pornografía no me era desconocida ni significaba algo prohibido —explicó—; pero jamás había accedido a ella por voluntad propia; ésa fue mi primera vez —recalcó.

La detective interrumpió el relato:

—¿La primera? ¿Quiere decir que hubo más veces?

La asesina pasó saliva.

—Sí, muchas más… —indicó en volumen más bajo, pudorosa.

—Cuéntenoslo —pidió la detective.

—Para no causar intriga en el vecindario, o en los alrededores del bufet —prosiguió—, solía desplazarme a distintos puntos de la ciudad para comprar mis revistas, así tuviera que realizar trayectos de una o dos horas en el transporte antes de volver a casa. Llegué a juntar un gran número de éstas en la parte más baja de mi librero, que era fácil esconder colocando cualquier cosa por delante. Cuando el espacio allí se terminó, comencé a colocarlas bajo mi cama, apiladas del lado contrario a la cabecera.

—¿Acaso las coleccionaba o…? —volvió a interrumpir la detective, haciendo una insinuación de onanismo.

—No exactamente —admitió la asesina—. Solía mirarlas todas las noches, antes de dormir, llegándome a tocar algunas veces, sí. Pero, la mayor parte del tiempo, terminaba abstrayéndome en mis pensamientos hasta el grado de perder el deseo que me provocaban las fotografías. Veía todos esos cuerpos desnudos, con los genitales completamente depilados, de cuerpos delgados como trabajados, y me imaginaba junto a aquellos modelos, recibiendo caricias o apretones firmes sobre mi carne, penetraciones… Ese tipo de cosas —dijo agachando la cabeza—, pero cuando intentaba recrear alguna de esas escenas, siempre volvía a mí la pinchadura de mi realidad y todo se perdía.

La detective tenía una mirada analítica en el rostro; cambiaba su dirección de un flanco a otro, rápidamente, conjeturando sus siguientes palabras, las mismas que escuchó sonar en el aire de pronto:

—¿Tiene clara la causa de ese repentino comportamiento? ¿Alguna situación que la haya detonado? —dijo la trabajadora social, quien no había dicho una sola palabra hasta ese momento.

La asesina quedó pensativa, viendo cómo su nueva interlocutora, que esperaba respuestas, agitaba aceleradamente el flácido cuello de su blusa empapada; sus ojos pardos la miraban casi sin parpadear, ansiosos.

—Me parece que sí —dijo nerviosa.

—Díganosla, por favor —pidió la trabajadora social.

La detective De la Luz miraba con extrañeza la intervención; mas supuso que era una buena idea dejarla seguir.

—Creo que pudo deberse a una plática que él y yo tuvimos; pero… Antes de continuar, necesito hacerles una confesión, que lleva tiempo pesándome.

—Dígala —ordenó la detective.

—Honestamente —dijo mirando hacia otro lado, como queriendo escapar—, debo decir que he aborrecido a todas mis parejas; todas me han dado muchísimo asco. Hablo de sus cuerpos grotescos.

—¿Podría explicarse mejor? —solicitó la detective otra vez, tomando la cosa con más seriedad.

Luego de pasar saliva, haciendo un más que audible sonido de gulp, la mujer del veintiocho prosiguió:

—No necesito dar muchas explicaciones. —La voz se le había entrecortado—.  Yo quise mucho a todas mis parejas, todos fueron hombres muy especiales para mí, haya sido por su ternura, inteligencia, carisma, caballerosidad, tacto… Pero siempre me dieron mucho asco, ¡un asco tan gigantesco como el que me provoca la sangre! —prorrumpió.

Ambas agentes voltearon a verse cuando la asesina agachó la cabeza; en los ojos de una había perplejidad; en los de la otra, un nerviosismo inquietante. Ninguna habló ni hizo otra seña.

—Días previos a la compra de mi primera revista —siguió la asesina—, me encontraba en la cama de Armando viendo televisión, con mi cabeza sumergida en su flácido pecho. Veíamos una telenovela cuando, de pronto, un comercial propio de la noche la interrumpió; en él aparecía una deslumbrante modelo en primera toma, que vestía lencería blanca de encaje. Al verla, Armando dijo, con mucha inocencia en sus palabras, que la mujer se parecía mucho a mí, a lo cual yo respondí que tal vez un poco. 

”—¿Te gustaría verme así? —preguntó la mujer señalando el televisor.

”—No estaría mal —dijo él jocoso—, ese conjunto te quedaría bien; aunque cualquier cosa que lleves le va bien a un cuerpo como el tuyo.

”Le pregunté, entonces, invadida por la curiosidad, si él tenía gustos definidos en cuanto a cuerpos de mujeres, y su respuesta fue bastante afirmativa. Acto seguido, me confesó que siempre le habían atraído las morenas que tuvieran caderas anchas como las mías, así como voluptuosidad en las piernas, porque los cuerpos flacos, sin carne, no eran de su agrado, al menos cuando de escoger parejas se trataba.

”En la siguiente pausa comercial, él me hizo la misma pregunta, tal vez esperando que le dijera que mis afinidades coincidían con la descripción de su cuerpo, que, en ese momento, mi espalda encontraba muy suave. Pero no pude hacerme una imagen en la mente de lo que a mí me gustaba en los hombres; jamás me lo había planteado.

”No le molestó el silencio que hice durante los anuncios siguientes. Terminamos de ver la novela y dormimos acurrucados; pero en mí siguió resonando su formulación, cuya respuesta iría a hallar en aquellas revistas para adultos, en la lascividad con la que había comenzado a ver Alfons, y en los celos hacia la mujer del señor Gadd.

—Descubrió que le gustaban los rubios… —interrumpió la detective.

—Pero no sólo eso —agregó la asesina—; descubrí que siempre había evitado al máximo el sexo por mi aberración a los cuerpos rollizos y velludos.

—Rollizos y velludos como el de la víctima, como el joven Armando —dijo la detective de manera desafiante.

La asesina calló varios segundos. La trabajadora, que había comenzado a rebotar uno de sus pies con mucha ansia, tomó el expediente que estaba en el escritorio.

—Entonces —continuó la detective—: ¿mutiló el cuerpo de su pareja, sin más armas que su dentadura, por el asco que le provocaba?

La trabajadora Mendiola y la asesina respondieron al unísono, una más nerviosa que la otra:

—No exactamente…

La trabajadora sintió que el aire empezaba a faltarle, desabrochaba ahora otro botón de su blusa azul cielo; su cuello húmedo, empapado de sudor febril, espeso, brillaba con las luces del techo; pero sólo la asesina se había percatado.

—Para celebrar nuestro primer semestre de relación —prosiguió con el relato—, Armando me llevó a comer a un restaurante muy caro, donde descubrí que él no tenía modales al comer, lo cual me hizo estar muy tensa durante casi toda la velada. El sonido chicloso que hacía al masticar con la boca abierta me resultó sumamente irritante, así como que bebiera cuando aún tenía una gran cantidad de comida por pasar en la boca… El sonido de sus gravísimos y prolongados eructos que, aunque hacía esfuerzos sobrehumanos por silenciar dentro de su boca, llegaban hasta mis oídos.

”Al final, durante el resto de la noche, y con mucha fuerza de voluntad, logré deshacerme de aquel malestar asqueroso que me había provocado. Por supuesto que no era un mal hombre —aclaró sin alguna expresión—; su caballerosidad, su atención y su habilidad para hablar, para preguntar por mi vida, sobrepasaron todo lo anterior. También reímos bastante, como siempre solía suceder. Pero al volver a casa, a mi departamento, todo se salió de control… Mejor dicho —repuso—, yo enloquecí.

La trabajadora volvió a mirar fijamente a la mujer del veintiocho, de pardos ojos también, humedecidos, en espera del desenlace. El relato siguió:

—El sexo fue inevitable. Fue la primera vez que lo hicimos. Esa noche, mi cuerpo caprichoso sólo cedió, quizá porque Armando era una persona muy linda, cuya candidez me provocaba más ternura, más compasión, que deseo. Como si fuera él un niño al que había que premiar por su buen comportamiento.

” Me dejé llevar en todo momento, esperando que se concentrara en el resto de mi cuerpo y olvidara mi rostro, y así sucedió. Tuve la idea de apagar las luces, pero él sugirió, como quizás había sucedido antes en su cabeza romántica, que encendiéramos una velas. Al principio pensé que sería una idea muy buena, ya que su cuerpo estaría lleno de sombras, de contrastes que avivarían mi imaginación; pero cuando el calor de las flamas nos hizo transpirar, con el bochorno que ya daba la noche, y los olores que liberaba su corpulencia, me arrepentí.

”Hubo un momento, sin embargo, cuando mi cuerpo empezó a lubricar por sí solo —siguió con un poco más de viveza—, producto del movimiento, que tuve la iniciativa de cambiar de posición: fui hasta la orilla de la cama, donde me puse bocabajo sobre una almohada y el siguió penetrándome, dando jadeos que se asemejaban al gruñido de un animal. Al cabo, el golpeteo incesante hizo que la mitad de mi torso cayera, quedando recargada con las palmas en el piso, justo donde escondía mis revistas. Sínicamente, al querer más placer, abrí una de ellas y la arrojé frente a mí.

”Mientras las piernas de Armando chocaban contra mis glúteos, una y otra vez sobre la cama, yo miraba a un muchacho que aparentaba unos veinte, de cabello lacio, rubio, de facciones finas, delgado, que estaba sentado en un sofá de cuero con las piernas abiertas, mirándome profundamente, con un brazo extendido hacia mí. En ese momento sentí el chispazo que me alcanzó la primera vez que vi a Alfons en el camión, y empecé a imaginar que el miembro que tenía dentro era el suyo, que las manos que sujetaban mis caderas eran las suyas, fuertes, ejercitadas, amplias…

”Sorprendentemente, Armando me levantó con gran fuerza, tomándome por el abdomen; me devolvió a la cama y me colocó frente a él. Dio un escupitajo en su mano, en sus dedos, y empezó a masturbarme. No solté la revista después, pero eso no le importó; estaba muy excitado, al igual que yo, que blanqueaba mis ojos. En el otro extremo de la cama, me senté sobre él para que volviera a penetrarme, ahora más rápido y fuerte. Algo dentro de mí me decía que era una ridícula al abrazarlo mientras miraba, por detrás, otros cuerpos, mejores que el suyo. Pero el placer era increíble mientras imaginaba que el de Armando era uno de aquéllos, o Alfons. Alfons… Alfons…

”No pude más y exploté. —La asesina azotó las manos sobre el escritorio al tiempo que se puso de pie. El rostro empezaba a llenársele de rubor. Estaba muy agitada—. Comencé a gritar ese nombre como una loca, entre los fuertes gemidos que liberaba; a él lo deseaba, no a Armando.

”Mis manos pequeñas arrugaron con fuerza todo el papel, partiendo en dos la revista. Estaba desesperada, tanto que clavé mis dedos filosos en la espalda de Armando para asirme al hermoso cuerpo que imaginaba. Comencé a besarlo, a morderlo con delicadeza, a lamerlo todo… Pero cuando abrí los ojos seguía siendo él… ¡Tuve tanto coraje que clavé una profunda mordida en su cuello! ¡Ya no pude parar! —berreó la mujer. Sus respiraciones eran tan fuertes que podían escucharse al final de cada una de sus oraciones, como pequeños jadeos.

De inmediato, el personal de seguridad ingresó a la oficina; pero la detective, con una palma alzada únicamente, detuvo a un par de oficiales que elevaban sus macanas; con otro movimiento indicó que se retiraran.

—Continúe, por favor —le pidió a la mujer.

La trabajadora Mendiola se quedó sin aire; sudaba como si acabara de enjuagarse la cara, que ya estaba cubierta de venas hinchadas, completamente enrojecida; no había dejado de airearse agitando su blusa, desabrochada casi hasta abdomen; parte de su ropa interior quedó descubierta. Se había levantado las mangas hasta los codos. Al notarla así, la detective supuso que era uno de sus ataques.

—No no… —dijo la trabajadora social al ver levantada a su compañera; sabía que era de vital importancia hacer confesar todo a la mujer del veintiocho—. Sigue el interrogatorio, sólo necesito aire fresco.

Con dificultad, desorientada, la trabajadora Mendiola salió rápidamente de la pequeña oficina. La asesina, bajo el escritorio, movió uno de sus pies, como queriendo ir hacia ella, a averiguar cuál era su estado; pero no hizo otra cosa que permanecer quieta, mirando el andar de su interlocutora hacia la salida.

***

Luego de exprimir su cabello en la regadera por última vez, la trabadora se cubrió el torso con una bata blanca, afelpada, que no se molestó en cerrar. Al mirarse en el espejo, descubrió que algunas de las gotas que escurrían por su rostro eran de sudor, consecuencia de la alta temperatura, ése cuya intención fue limpiar de su cuerpo tan pronto como llegó a casa, exhausta. El calor del momento era insoportable. Pensó, antes de salir del cuarto de baño, que estaría más fresca si hubiera guardado el agua caliente para otro momento; tanto vapor apenas le permitía respirar con libertad. Ella prefería las duchas de agua fría.

Caminó descalza por el pasillo hasta llegar a la pieza, que estaba recubierta por un alfombrado grisáceo, cálido. Apenas había puesto un pie dentro cuando un par de labios humedecidos, carnosos, le cosquillearon la nuca repentinamente, entre su cabellera aplastada, avanzaron hacia sus clavículas y hacia los hombros, desbordando pasión. Su piel no distinguía si la humedad impregnada en la barbilla de su compañera, en los pómulos regordetes, en las manos insistentes que se metían bajo su bata de baño, era sudor insistente o agua de ducha. También percibió un delgado hilo de mal aliento, salido de la boca sin lavar, de dientes amarillentos, que le desagradó. Pero poco le importó cuando sintió un par de dedos ansiosos bajar por su entrepierna. Dio la vuelta y se entregó a los arrumacos de la detective, que se había desnudado.

La ventana de la recámara estaba abierta; por ella escapaban unos gemidos intensos hacia la noche, de una voz delgada, suave, y los jadeos que hacía otra más áspera, más dominante.

Una pareja que habitaba la casa de al lado interrumpió su cena para dejarse llevar por el morbo de aquellos sonidos que invadieron la residencia. Una mujer de blusa de tirantes dejó de masticar su rebana de pastel, cuya otra mitad estaba aún sobre una pequeña cuchara, frente a sus labios, y quedó mirando a su esposo con complicidad. El hombre de camisa desabotonada, al otro lado de la pequeña mesita redonda, gesticuló una tímida sonrisa mientras devolvía el frasco de café al centro, junto a la crema; su mirada cambió varias veces de dirección, como queriendo escapar de aquella situación bochornosa.

Los ruidos de la pareja de mujeres crecían a medida que las preguntas en la cabeza de los vecinos se multiplicaban. Pero antes de inquirir cualquier cosa, de preguntar por la relación que mantenían, antes de deducir cuál era la posición que daba tantos sonidos de placer, de gozo que erizaba los vellos, que invitaba a la pareja a replicar las escenas que hacían en sus cabezas, aquellos gimoteos se convirtieron, de pronto, en gritos desgarradores, alaridos de terror que empezaban a encimarse unos sobre otros, suplicando piedad.

Se hizo silencio en aquel comedor donde aquella pareja cenaba, en medio de las miradas desentendidas. Luego, antes de que alguno de los dos se levantara a observar por la ventana lo que pasaba, se escuchó un potente disparo en la casa de al lado, seguido de un nuevo grito, horrible, que salpicó un punzante dolor. Los vecinos comenzaron a llamar a la policía.


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