Hace unos momentos, cuando me asomé
por la ventana, no pude evitar sentir una tremenda lástima por la Luna. A
comparación de hace unos días, que lucía radiante y llena de vida, adornada con
su refinado collar de luz amarillenta y un soberbio holán de nubes aperladas, esta
noche la noté decaída y desarreglada, con el ánimo marchito, como una uva que
se hubiera hecho pasa; incluso parecía tener menos cuerpo y menos luz celestial,
menos nubosidad y menos de todo, como una estrella cualquiera, aunque más
grande que el resto, de las que adornaban la noche.
Apenas la había notado en el cielo
debido a su pálido brillo. Pienso que debió haber resentido mucho las cosas que
le dije en nuestro último encuentro, o, más bien, quizá no soportó lo que vio
luego de hablar. En parte, debo aceptar que culpa fue mía.
Todo ocurrió mientras andaba por la
desierta avenida que escuchaba mis pasos en la oscuridad. La Luna se había
asomado entre los edificios descoloridos.
—Buenas noches —le dije como
siempre.
La Luna y yo nos habíamos
convertido en buenos amigos con el paso de los años; habíamos entablado una
rutina muy placentera que consistía en charlar durante quince minutos, que era
el tiempo que yo hacía desde el metro hasta mi casa, y el que ella demoraba en
colocarse en su punto más alto, sobre la intersección que hacen los dos grandes
cerros al final del camino.
—Buenas noches —contestó—. ¿Cómo me
veo esta noche? —Estaba en su plenilunio.
—Hoy te ves muy bonita —respondí de
inmediato.
—¿Sólo muy bonita? —replicó ella.
—Sí, te ves muy bonita.
Sentí un enojo que comenzaba a
emanar de su brillo.
—Estoy desconcertada.
—¿Por qué lo dices?
—Es que no lo entiendo —dijo ella
con un tono de voz más pausado y añadió una pregunta—: ¿Recuerdas la última
noche que caminabas rumbo al tren ligero?
—Sí —contesté—, me costó algo de
trabajo ubicarte esa vez.
—Sí, apenas estaba en cuarto creciente.
Aquella ocasión, recuerdo que miraste hacia el cielo y dijiste unas palabras
muy lindas sobre la belleza inalcanzable de alguien. ¿No te referías a mí?
Pensé con cuidado mis palabras.
—Querida Luna, no. Discúlpame, por
favor. Hablaba de la belleza de alguien, es cierto, pero…
—Pero no de la mía —interrumpió la
Luna.
La verdad era que había olvidado
por completo su existencia omnipresente esa noche; yo le había dicho esas cosas
al viento que soplaba fuerte contra mi cara:
“Sé amable conmigo, andante soplido nocturno.
Hazme este favor que te pido, ya que tu camino va hacia donde yo ya he pasado,
y hacia allá es adonde quisiera volver para verla de nuevo. Llévale, por favor,
estas palabras que digo. Dile que su caliente mirada de café con miel me ha
encandilado, que me ha provocado una fiebre tremenda que sólo quiere otro
abrazo. Dile que me ha invadido una locura mortal por quererla, dile que su
hermosísimo rostro de brillo inalcanzable y su bellísima voz han invadido mi
cuerpo y, aun así, desfallezco con cada paso que doy hacia casa. Ve, fiel
suspiro de la noche, y dale, de mi parte, una cálida caricia que imite este
fuego de amor que me quema, que trata de asemejarse a la bella y ferviente luz
que ella irradia por sí sola”.
El viento jamás entregó nada de lo
que le dije; es un ser completamente olvidadizo que siempre va a prisa. Pero quizá
la Luna sí escuchó todo con detalle y sólo quiso encararme, o sólo habría
escuchado la última parte. Cuando volvió a dirigirse a mí, su brilló enrojeció
por completo, como si se hubiera inundado de celos.
—Escucha… —le dije para aclararle
las cosas, pero ella se negó a atenderme:
—No me digas más. Entiendo que no
puedo llevarme todos los elogios todas las noches. Pero quisiera verla yo misma
—dijo de pronto—. Siento una gran curiosidad por saber quién es la persona que
describiste de esa manera.
—¿Estás segura? ¿Quieres verla? —pregunté
temiendo un mal desenlace, pues la Luna siempre ha sido alguien muy resentida.
—Completamente —dijo ella sin
imaginar la posible impresión que le provocaría ver a mi querida Stephanie.
Antes de entrar a casa, le dije a
la Luna que dirigiera su atención hacia el sur de la ciudad, en donde me había
encontrado hace unos días caminando.
—Verás a la persona que quieres
conocer. Le diré que se asome a verte en media hora.
—Muy bien, la esperaré entonces. —Y
se despidió de mí.
Como dudando se su inmensa y magna
presencia, noté que, conforme iba acomodándose en el cielo, iba inflándose más,
tragando grandes bocanadas de aire para lucir aún más redonda y más grande,
como si ingiriera grandes porciones de soberbia.
No le advertí cómo sería la persona
que debería buscar; aunque ella misma lo adivinaría al instante, cuando notara
el apacible y radiante brillo que una sola persona estuviera emanando desde
alguna ventana, o desde algún lugar en la tierra. Seguramente, no podría
resistirse, al igual que yo, a aquella mirada que arrebata la atención y hace
que los párpados olviden bajar.
¿Qué habrá sentido la Luna al
descubrir que otra persona podía brillar mucho más que ella? ¿Habrá dejado de sentirse tan hermosa?
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