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La comida supo a tristeza



Al verlo, notas que hay algo raro en su actuar. Es su mirada, tal vez, su voz, o sus palabras que, más que completar la conversación, la rellenan cuando aparece el silencio. Dice que ha pasado algo muchísimo muy gracioso que lo hace reír a carcajadas cada cierto tiempo, como globo de agua que explota al pincharlo. Trata de contártelo, entre más risas que lo turban, pero no logras reírte también; sólo ha conseguido ponerte nervioso.

Al llegar a la cafetería, comienzas a observar la carta de arriba abajo, quieres pedir todo lo que hay en ella porque mueres de hambre. Encargas un gran filete sin mirar los números bajo éste, y le dices a tu amigo que pida también lo que guste.

Mientras esperan, decides preguntar, por fin, qué ha pasado. A lo cual tu amigo responde, entre pausas dramáticas, que simplemente había estado enojado contigo durante esa semana. Sí, contigo. Desdoblas la cara rápidamente y comienzas a buscar el porqué, que insiste en no darte.

Esculcas en tus recuerdos alguna palabras hiriente que pudiste haber dicho, algún momento que pudiera doler. Su confesión te ha puesto a temblar.

Al revolver con tu mano los recuerdos que hay guardados en tu cabeza, uno de éstos aguijonea tu dedo y resientes el agudo dolor. Sientes que un líquido venenoso comienza a meterse bajo tu piel: es la angustia de la última vez que alguien estuvo enojado contigo. Tu sudoración comienza a regarse por tu cuello y la frente. Bajo la mesa, tus piernas comienzan a bailar.

La mesera trae primero tu plato, que luce más que apetecible. Pero tu hambre se hamudado a otra mesa, ha ido a refugiarse, de vuelta a tu estómago, de la discusión que está por ocurrir.

Preguntas nuevamente el motivo, pero tu amigo insiste en que comas primero. Una terrible ansiedad comienza a escalar por tu cuerpo, los ojos se te ponen llorosos, pero finges dar un bostezo para que nadie lo note.

El otro pedido que llega es la luz verde que necesitan tus manos. Rápidamente, coges cuchillo y tenedor. Comienzas a partir la carne que hay en tu plato, primero en tiras y luego en pequeños rectángulos que, sin pausas, van directo a tu boca. Tus manos siguen temblando, pero, a toda prisa, quieren llenar con comida ese vacío que se ha abierto en tu estómago.

“¿Está bueno?”, pregunta tu amigo. Pero un insípido “sí” sale secamente de tus labios resecos.

Uno tras otro, los pedazos de tortilla van de la canasta al guacamole que acompaña tu orden, y después a tu boca. Olvidas masticar hasta que no hay espacio otra porción. En menos de diez minutos has devorado tu platillo, pero sigues con hambre. No recuerdas el sabor de nada, lo cual es muy triste porque la comida es para ti un sagrado ritual que debe ocupar todo el tiempo del mundo.

Ahora estás deprimido por no saber el porqué que ha herido a tu amigo, y por no haber disfrutado tus alimentos. La incertidumbre es la segunda cosa que peor te hace sentir en la vida, la primera son las comidas horribles.

No puedes más y rompes en llanto.  Ahora sólo piensas en el agridulce y delicioso sabor que pudo haber tenido la salsa verde que acompañaba tus enchiladas, en el crocante empanizado de tu carne, que esta vez no escuchaste tronar entre tus dientes, en el rico picor del guacamole, en el aroma que no abrió tus salivales, en el sazón del filete que no disfrutaste porque la comida supo a tristeza. Sientes llorar a tu estómago, que reclama por las agruras que le has provocado.

Tu compañero cambia de asiento y viene hacia ti. Ahora es momento de llorar por ti mismo, por lo que le has provocado.

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