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De vuelta a casa



—¿A ti qué te pasó? —preguntó mamá al encender la luz y ver el abundante charco de agua bajo mis pies. Detrás, una hilera de huellas enlodadas delataba los pasos que había dado hasta la cocina.

—Estaba lloviendo —le dije.

—Pero ¿qué no viniste en un mototaxi? Mira la hora que es —reclamó preocupada.

Era muy tarde ya, efectivamente, pasaba de la medianoche. A esas horas es cuando los mototaxistas de la base suben su tarifa al doble o al triple, según el paradero que uno les indique.

—Voy a la glorieta que está frente al panteón —le había dicho al motociclista de la mariconera negra atravesada en el pecho, el último valiente que quedaba bajo el único farol encendido de la noche.

Uno de mis pies estaba ya sobre la canasta de pasajeros cuando escuché su advertencia:

—Sólo que le cobraría cincuenta, joven.

—¡¿Cincuenta?! —le recriminé estupefacto, alejándome del vehículo.

—Sí, joven, es que mire… —Señaló con su dedo el camino a seguir: solitario, ennegrecido completamente hasta el horizonte, húmedo, lúgubre y peligroso, sin ninguna luz que viniera hacia nosotros, o alma que deambulara sobre las banquetas, como abandonado por dios.

—Es un tramo de cinco minutos nada más.

—Sí, pero ¿y si nos pasa algo? Aún no liquido mi moto. A mí sí me da miedo ir para allá porque se pone pesado. Además, sigue lloviendo —se excusó—. Es lo que cobramos a esta hora.

Jamás había visto a ese hombre de expresión tan ansiosa y pálida. Seguramente, sería su primera vez aquí en la colonia, no era como el Trucutrucu, que, aun con su pierna de metal, aceleraba su moto e iba en sentido contrario para llegar en el menor tiempo posible, no; su chaleco pleitero negro y acolchonado, que dejaba a la vista los tatuajes calavéricos de sus brazos inflados, y la cicatriz de batalla en su ceja, no le valían para nada.

Le dije a mi mamá que ya no había servicio cuando salí del metro, que tuve que caminar hasta la casa bajo la lluvia, lluvia de gotas pesadas que, durante el andar, se hizo suave brizna que cosquilleaba la cara.

A esas horas, le expliqué, del agua es de lo único que hay que preocuparse porque ¿quién va a andar asaltando si está todo empapado?

Además, la banda que se adueñó del puente peatonal ya no me dice nada. La semana pasada, les dejé un par de caguamas y una cajetilla de Delicados, y no me preocupo desde que supe que uno de mis mejores amigos de la secundaria se codea con ellos. Aunque eso sí: si por mera desgracia hubieran pasado los puercos haciendo su cacería de rutina, bueno, ahí sí ya no quedaba de otra que huir.

A veces el camino se vuelve traicionero, mi mamá lo sabe muy bien. Siempre queda el peligro que caer en una alcantarilla destapada, completamente invisibles durante la noche; pero eso es imposible para mí, que he memorizado dónde se hallan cada una de las trampas.

Los pocos autos que raramente se atreven a circular por la noche también son una molestia cuando, a toda velocidad, pasan y levantan una pared de agua que le cae a uno de golpe, agua oscura y espesa que huele a quién sabe qué.

—¿Y el metro? —preguntó de nuevo.

—Como siempre, también.

Ese "como siempre", como siempre, incluía una variabilidad increíble, que iba desde un cómodo viaje de una hora y media hasta un cansado y maloliente hacinamiento de más de dos.

Pese al mal clima, el viaje para atravesar la ciudad había sido bueno, desde la línea naranja hasta la morada, porque claro, los citadinos gozan de tener un transporte más o menos eficiente. Pero cuando llegué a Santa Marta, las bocinas del vagón anunciaron que, por fallas en la línea, el servicio quedaba suspendido.

Siempre que llego a Santa Marta, al salir del túnel y escuchar los arañazos que hace la lluvia en el casco del tren, me pregunto insistentemente quién habrá sido el bueno para nada que colocó el tramo de esa estación al descubierto.

Al salir del metro, el agua de la lluvia se había tragado las calles. Sobre la avenida, del otro lado del paradero de camiones, había obreros que picoteaban con maquinaria las vallas que guardaban las vías; de los agujeros dejados brotaban cascadas de agua que hacían aumentar más el nivel hasta los tobillos.

No le mencioné que había pedido dos taxis de aplicación porque a ella esas cosas le alborotan los nervios desde que le quitaron hasta los zapatos a mi tío Juan, y lo fueron a aventar hasta la otra colonia, pasando las vías. De cualquier manera, mis dos viajes fueron cancelados cuando les expliqué el camino a los conductores. Miedosos.

En su lugar, un chofer de una base de combis, más emprendedor que filántropo, nos ofreció su servicio a mí y al conglomerado de gente que le hacía la parada hasta los coches particulares, que parecían embarcaciones que abrían el agua a su paso.

—Denme un veintito cada uno y los llevo hasta la siguiente estación —indicó.

Un veinte era un veinte y no, la sorjuana y media que marcaba la tarifa de la aplicación de Uber por un par de metros.

Sé llegar a casa caminando, de a soldado, como dirían por aquí, ya lo había hecho hasta ebrio y sin dinero varias veces, mientras las calles se me tambaleaban y mis tripas chillaban; pero, con las inundaciones, tenía más posibilidades de llegar a un hospital que a mi casa, con una aguda hipotermia, alguna mordedura letal o alguna sanguijuela clavada en las espinillas, que hubiera salido de alguna coladera entre sus fuentes de agua cochina.

—Ay, hijo. Lo bueno que no pasó nada malo —dijo mamá más aliviada—. ¿Y tu cita? ¿Todo salió bien con esa muchacha?

—Sí, ella está en casa durmiendo. Su papá fue muy enfático conmigo cuando me dijo que quería a su princesa sana y salva a las nueve. Como la colonia donde vive tiene fama de ser peligrosa.

Aunque ahí los taxistas no son tan cobardes, pensé, menos los que son piratas; el que tomé únicamente me cobró veinte pesos hasta el metro; aunque eso sí, el conductor se veía muy ansioso por conocer mis preferencias sexuales durante el recorrido, y por mostrarme un nuevo atajo por donde haríamos menos tiempo.

—Mucho cuidado, guapo, porque por aquí roban —me dijo con un tono sinuoso antes de dejarme en la entrada del metro, luego de haberme acariciado la mano con la que le daba el pasaje.

Qué asco.

—Qué bueno que ella esté bien —dijo mamá.

—Sí.

—Buenas noches, hijo.

—Buenas noches, mamá.

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