Marina estaba limpiando el gran espejo de la pared, subida
sobre un banco de madera, cuando escuchó tronar la cerradura de la puerta a sus
espaldas, seguida de un rápido y sutil rechinido. De inmediato, miró el reflejo
del hombre frente a ella; éste tenía un gesto indescifrable en el rostro: sus
ojos negros y crecidos eran como los de un animal nervioso, su piel morena
palidecía tanto como la de ella, e incluso su cabello alborotado y oscuro se
asemejaba al lomo erizado de un gato negro. Estaba pasmado, con la mirada
petrificada; pero sus portentosas palabras eran las de una persona extasiada, cargada
de atrevimiento, de emoción que movía sus pasos de un lado a otro del recibidor
con una impaciencia desesperante.
—¡Ay, señora Marina! Señora Marina, no me lo va usted a
creer. ¡La acabo de ver! ¡Era ella, caray! ¡Era ella! ¡La vi, la vi…!
Era Otilio el que acababa de entrar a la casa; había
arrumbado su mochila a un lado de la puerta, se había quitado el abrigo, y
ahora sus manos hacían ademanes desesperados que acompañaban sus exclamaciones
enérgicas:
—¡Míreme nada más, míreme las manos! —indicó de pronto, exhibiendo
sus palmas temblorosas, bañadas en sudor, ante la mirada estupefacta de Marina.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué estás diciendo? —preguntó por fin la
señora mientras se dirigía a auxiliarlo—. No entiendo nada. ¿A quién viste?
—¡A la violinista! ¡A la violinista, caray! —exclamó dando un
fortísimo manotazo a la pared que estaba a su costado.
El ruido hizo brincar a Marina, quien sutilmente elevó el
tono de su voz para enfrentar al muchacho:
—¿Qué violinista, Otilio? ¡Por dios! Cálmate un momento.
Respira, por favor, vas a preocupar a los vecinos.
Y Otilio, sujetado del brazo por unas delicadas y frágiles
manos arrugadas que se aprensaron a él, fue conducido hasta el gran sofá de la
sala con toda la parsimonia del mundo, paso a paso. Había comenzado a jadear
tanto que el miedo de la señora Marina de presenciar su desmayo era inminente; el
cuerpo se le notaba muy débil. Mas Otilio no se calló:
—Pues la mujer de la que tanto le hablé alguna vez, aquélla
tan hermosa e inteligente, tan espléndida que usted no la creyó capaz de
existir. ¿Se-se acuerda…?
Al acabar la frase, el cuerpo que Marina sostenía del brazo cobró
un peso tremendo, como un bloque de plomo, y un violento jalón la llevó hasta
el suelo sin aviso.
—¡Otilio! —gritó ella fuertemente y su palma chocó en seguida
con las baldosas rojizas en el suelo—. Otilio, ¿estás bien?, ¿qué te pasa?
¡Otilio!
—Aaay, señora Marina… discúlpeme por eso —contestó el joven moviendo
la cabeza hacia ambos lados—; no sé con qué me tropecé; no pasó nada. ¿Se hizo
daño usted?
—Yo estoy bien, el que importa eres tú, ¡caramba! Anda,
apóyate en mí, vamos a levantarnos; el sofá está justo aquí. Una, dos, ¡eso…! —pujó
la señora al sentir el peso otra vez sobre sus hombros—. ¡Aff! Ya está…
Ambos se dejaron caer sobre los cojines afelpados, con las
cabezas clavadas en el respaldo. Allí, de pronto, Otilio dio hilo a la
respuesta que le estaba dando a Marina:
—E-Esa vez —levantó su dedo índice frente a ella, como
queriendo reprochar—me tachó de mentiroso y me dijo que era un vocinglero…
Aunque, bueno —añadió pensativo—, la verdad es que yo también me sentí como un
vocinglero después de embellecer cada detalle que le conté sobre ella. Tcht.
¡Es que es tan encantadora, carajo!
—Ay, cariño, ¿hablas de quien yo creo? Pero ya han pasado un par
de años desde entonces. No lo entiendo. Pensé que todo eso ya había quedado
olvidado en el pasado.
—Pues sí, señora Marina, lo sé; pero… ¡Ay! —exclamó
nuevamente—. Personas así no pueden quedar olvidadas ni en el pasado ni en
ningún otro lado.
”A-Ahora permítame contarle, por favor, antes de desfallecer
por la impresión, por qué llego así de turbado con usted, ¿está bien?
—Eso mismo te iba pedir, ya no aguanto la angustia que has traído
contigo; pero hazlo con calma, por favor. Respira mientras te traigo una taza
de té de limón. ¿O quieres de canela?
—No sé… ¿Cuál es mejor para absorber los pecados?
—El de canela.
Marina le apretó ambos cachetes con cariño y, en cuanto se
levantó del asiento, éste carraspeó la garganta y comenzó a relatarle lo
ocurrido a sus espaldas, mientras ella se alejaba hacia la cocina:
—Verá: yo estaba en el desfile tomando algunas fotografías
para mi trabajo. Estaba malhumorado porque ninguno de mis disparos me había
gustado. El sol estaba por meterse tras la catedral y decidí tomar las últimas imágenes
antes de irme. Estaba buscando un encuadre que me satisficiera cuando, de
repente, mi mirada quedó atascada tras el visor de la cámara así nada más. Mi
mirada y el resto de mi cuerpo en cuclillas quedaron petrificados, como si
alguien me hubiera congelado a mí en uno de esos disparos.
”¡Y por qué cree! —vociferó con énfasis—. Bueno, pues del
otro lado de la mirilla, a unos escasos metros de mí, se había colocado en pose
una mujer encantadora, increíble de verdad, señora Marina; sonreía mostrándome
sus verdaderos dientes, a pesar de que en el rostro llevaba ya una osamenta
pintada con maquillaje color blanco y color negro. Había extendido una
majestuosa falda de olanes oscuros y se había colocado de perfil frente a mí.
Estaba lista para ver explotar la luz de mi aparato y seguir su camino en
cuanto yo le hiciera algún gesto: una sonrisa mucho menos hermosa y soberbia,
por supuesto, que la hilera de perlas relucientes que engalardonaba su rostro
de falsa muerte pintada…
—Por supuesto que esa mujer era la violinista encantadora —interrumpió
una voz vacilona salida del otro lado de la pared, después se escuchó el sonido
de líquido cayendo al interior de una taza.
—¡Sí, no puedo evitar llenarla de halagos! Era ella.
—Se te debió haber descompuesto la barbilla, me imagino
—chistó la señora Marina.
—Pues sí, así fue; pero lo primero que sucedió fue que ninguna
luz tronó al cabo de unos instantes. Fueron unos segundos, siete u once, quizá,
que para mí pasaron como un calmoso milenio en el que no me moví… Ni siquiera
parpadeé —aclaró.
”Y es que… Permítame preguntarle algo antes de seguir.
Otilio se levantó al ver a Marina salir de la cocina. Se
apresuró a quitar la bandeja plateada con las tazas de té de sus manos, la
colocó sobre la mesita del centro y volvió a ver a la señora a los ojos. Con
las palmas sobre sus hombros, la sentó frente a él en el sofá y lanzó la
pregunta:
—¿Ha sentido alguna vez que el cielo le ha mandado una señal
que no se puede ignorar? Como una epifanía —añadió tronando los dedos de ambas
manos—, como los pasajes bíblicos de los que me habla con mucho entusiasmo los
domingos, después de salir de la misa.
Pero Marina, turulata, no supo qué contestarle.
—Es que algo parecido sentí en ese momento que miré a la
majestuosa mujer desde abajo, con la resplandeciente corona dorada del
atardecer colocada tras ella como si fuera una aureola que, desde los cielos
más altos, extendía sus cálidos rayos para tocar sus cabellos negros que
bailaba la brisa. Era como una santísima virgen que se le mostraba a mi lente
contrapicado y a mi cuerpo arrodillado y sumiso que llenaba de gracia.
Pero la señora Marina quedó más perpleja al escuchar la
explicación; conocía la apariencia de la violinista, sabía lo hermosa que era y
que su compañero no mentía por más exagerado que fuera. Al visualizar la imagen
santificada en su cabeza, sintió un poco de vergüenza por el atrevimiento de
sus pensamientos y los de su compañero. Sus labios fruncidos no se movieron.
—¡Es verdad! Puedo jurárselo: era la catrina más agraciada
que había entre las centenas y centenas que recorrían aquella gigantesca
explanada. Y no solamente lo era por haberla visto con una aureola celestial en
la cabeza, sino porque ninguna de las otras catrinas, pese a que el desfile era
un mar de esqueletos, tenía tanta vivez como ella. O dígame usted —increpó
nuevamente—: ¿cuándo ha visto a una catrina pintada de muerta que irradie un
halo inmenso de vida?
”¿Sabe? Cosas así no se pueden ignorar así nada más porque sería
un verdadero pecado hacerlo. —Y Otilio calló un instante para soltar otro
suspiro involuntario—. Pero creo que sí cometí un enorme pecado. No ignoré
aquella escena, por supuesto… pero, después de esos segundos eternos de
revelación, todo se vino abajo en unos instantes.
”Mire: primero fue la pose petrificada de la mujer frente a
mí, que había comenzado a tensar las curvaturas de su sonrisa perfecta. Al
mismo tiempo, mi mandíbula ya había perdido toda la voluntad de sostenerse a mi
paladar, y la sentí rodar cuesta abajo hasta llegar al suelo, justo en donde se
encontraban plantadas mis botas. Después, sólo un instante después, cayó mi
cámara, que se me había desprendido de las manos por la impresión, sin haberme
percatado. El sol también cayó al suelo al cabo de un santiamén, cuando
desapareció tras la catedral finalmente y el cielo se apagó.
—¿Se te cayó la cámara, condenado?
—Sí, señora Marina; pero ésa también fue otra señal divina,
déjeme decirle, pues alguien estaba muy empeñado esta tarde en hacerme ver, a
la fuerza, a la mujer vestida de catrina.
”Al perder la mirilla, lo vi todo más claro y más vivo, y, al
mismo tiempo, sentí que las luces que reflejaban sus ojos me robaron la vida.
Sentí que aquella mujer me arrebató todas mis fuerzas sólo con verla, como lo
haría la mismísima muerte solamente.
”Todas las personas alrededor notaron el gigantesco aparato
caído en el suelo; el sonido hizo girar a más de cinco o diez cabezas al
instante, de eso estoy seguro. Mas yo seguía sin moverme; mis ojos habían
quedado enganchados a los de aquella mujer frente a mí; no tenía ya ninguna
barrera. La aparatosa caída de mi cámara fue únicamente como si me hubiera
quitado un antifaz de la cara, como si le hubiera revelado a aquella catrina
una identidad que sabía de sobra, pero que necesitaba confirmar.
”Y me creerá un loco, señora Marina, pero esa identidad
éramos nosotros. Y digo éramos no sólo porque esto que le estoy contando ya
haya pasado, sino porque… bueno… usted sabe bien qué pasó.
”En ese momento, los bordes de sus faldas se soltaron de sus
manos y cayeron también, junto con la pose soberbia que mantenía frente a la
lente. Noté cómo las comisuras de sus labios comenzaban a plegarse nuevamente,
a la vez que sus pupilas crecían bajo el flequillo negro que pendía de su
frente blanquezca, adornada con brillosas lentejuelas color rosa. De pronto, ante
los halos de luz que salían de los faros en la oscuridad, no parecía ser más una
vanidosa catrina ni un esqueleto embellecido; no era una santísima virgen ni
era la muerte; era la mujer violinista con cada una de sus facciones que
reconocí bajo su disfraz de maquillaje. Era tan bella...
”Me incorporé de inmediato. O, mejor dicho, mis piernas
fueron las que me levantaron aun estando embobado, porque ninguna otra parte de
mi cuerpo se movió además de ellas. Intentaron llevarme hacia delante; di uno y
dos pasos sin ningún control de mí mismo, uno y dos pasos débiles y acobardados,
tan temerosos que una gran cola pudo habérseme escondido entre éstos si la
hubiera tenido. Me llevaban hacia ella, ¡caray!, hacia mi anhelado deseo de
abrazarla.
”Después del sol tras la catedral, lo último que cayó esta
tarde fue mi voluntad —dijo Otilio más calmado, aunque sólo por ese momento.
”Y es que usted no se imagina las ganas tremendas,
¡gigantescas! —exclamó—, que sentí por correr desesperadamente hacia ella, de
fundirme violentamente en el cuerpo que, en mis pupilas, veía acercarse también
hacia mí: así, tal cual como yo, sin algún tipo de control sobre sí.
”¡Ay, señora Marina! No sabe el deseo que tuve de gritarle con
todas mis fuerzas que efectivamente era yo, de estallar en llanto y desgarrarme
la garganta para decirle cuánto había anhelado volver a verla; pero ningún
sonido salió de mi boca al abrirla. Quise patalear, brincar y hacer los
ademanes más desesperados frente a sus nítidos ojos morenos para que pudiera
notarme. Quise ir hacia ella; pero el miedo acobardante había formado bajo mis
pies un estanque de lodo que me jalaba hacia abajo. Mis pies estaban amarrados
al suelo y no respondían; ¡el maldito miedo los acobardó!
”¿Es que acaso no debía hacerlo? No lo sé. No sé si estaba
cometiendo el más grande de los errores al querer correr hacia ella. No sé si
debía o no ser así. ¡No lo sé, no lo sabía! ¡Ni ahora lo sé! —vociferó con
coraje.
”Pude ver, de pronto, que el suelo también se había hecho
fango pastoso bajo sus pies, que la devoraba más hacia éste con cada movimiento
que daba. Pude ver cómo un par de lágrimas negras, que se habían llevado el
maquillaje en su caída, escurrían lentamente por sus mejillas blanquezcas.
Tampoco podía gritar cosa alguna, aunque torcía fuertemente la circunferencia
abierta de su boca. El miedo también la había petrificado bajo la noche.
”Mas hubo algo que me hizo reaccionar: fue el sutil
movimiento de su brazo que se había liberado de aquella parálisis después de
luchar; éste se estiraba débilmente hacia mí, como llamándome antes de volver a
tullirse. Entonces yo me liberé del miedo y corrí hacia ella por el suelo
fundido que se tragaba mis pasos. Al igual que ella, estiré lo más que pude mi
brazo para alcanzar la punta de sus dedos bajo su guante color negro. Era como
si toda nuestra esperanza, como si todo nuestro ser quisiera liberarse al más
mínimo roce.
”No se imagina cómo la extrañé todo este tiempo… Mi anhelada
violinista.
***
“¡Otilio! ¡Otilio! ¡Otilio, querido!”. Los oídos del joven escucharon
una y otra vez su nombre en el aire, venido de distintas direcciones igual de
indescifrables, en todas las tonalidades posibles. Estaba mareado, sin
distinguir otra cosa que el sonido bamboleante. En seguida, de la nada, un
fuerte y penetrante aroma a alcohol levantó su cuerpo como si fuera un resorte.
—¡Argh! Pero ¡qué rayos! —reprochó al instante con una
pesada mueca de asco, y un intenso picor en la garganta.
Frente a él estaba Marina cerrando una enorme botella de
vidrio. Estaba en cuclillas; sus largas faldas floreadas estaban regadas por el
suelo rojizo como un par de pétalos más.
—¿U-Usted qué hace en el suelo…? ¿Po-por qué la estoy viendo
yo desde aquí?, mejor dicho. Y esa lámpara por qué se ca… ¡Aaaayy…! —se
quejó al mover una de sus cejas.
—No te esfuerces, Otilio. ¡Santo golpazo que te diste en ese
buró! Pensé que te habías matado, condenado. Anda, hay que pararte —añadió
Marina.
Colocó uno de los brazos sobre sus hombros y, al sentir el
peso muerto de Otilio aplastándola, dejó escapar un pujido y se apresuró a
arrojarlo al sofá para liberar un gemido de alivio. Allí, en el silencio de la
habitación, sobre los gigantescos cojines, Otilio miraba el techo que se movía
sobre su cabeza adolorida, y Marina calmaba su respiración agitada, tentándose
el corazón con una mano en el pecho; cuando sacaba de una de sus bolsas un
pañuelo para limpiarse el sudor, escuchó una declaración:
—No fui por ella, señora Marina. No pude moverme —dijo Otilio
con la mirada perdida y prosiguió:
”Cuando quise reaccionar, cuando no lo soporté más, respondí
al llamado de su brazo temeroso que, muy débilmente, se alzaba hacia mí bajo su
torso.
”Pero entonces vi otra extremidad que se enroscada en su
cintura cual estirada serpiente. Más arriba, unos labios chocaban con su
cabellera ondulada, eran los labios pintados de un joven alto que buscaban su
oído al bajar, introducían allí unos susurros que devolvían en sí a la mujer
violinista. Y después de otro beso, la sonrisa que estaba perdida durante esos
segundos le volvía a su rostro inexpresivo.
”Cuando escucharon los suficientes disparos de los
camarógrafos, dieron la vuelta y siguieron la marcha por el desfile. Tomada de
la cintura, el deslumbrante catrín vestido de negro la escoltó hasta perderse
en la siguiente vuelta, donde ella volteó hacia atrás una última vez.
Marina había volteado a ver al joven. Se acercó a él y se
acurrucó en su hombro al escuchar las primeras reprimendas de su pecho
atormentado.
—Ya, mi Otilio querido.
¡Me encantó!
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