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El gato y la noche


Estaba tan cansado esa noche que no quise sacarme la camisa ni quitarme los zapatos; había olvidado, además, cerrar las gruesas cortinas de la ventana que mira hacia la calle.

A mitad de mi sueño, una luz azotó en mi cara con toda su fuerza y mis párpados inmediatamente resintieron el destello; mis mejillas y cejas los apretaron fuertemente.

“Debí cerrar las cortinas”, me dije, así que, con los ojos apenas entreabiertos, aparté el montón de cobijas de encima y me levanté para solucionar el problema. También había comenzado a helar.

Frente a la ventana, mi mirada se dirigió hacia lo más alto: lejos del alcance de todos, mucho más brillante que las manchas de luz que la veían desde la tierra, la luna estaba en su punto más radiante; no había estrella, nube o vuelo nocturno que se atreviera a arruinar su composición en el cielo. Usualmente la contaminación impide ver lo hermoso que es el paisaje, y cuando no, las nubes celosas resguardan a las pequeñas estrellas que salen a adornarlo.

Quedé inmóvil en el marco de mi ventana hasta que el viento helado erizó los vellos de mi cuerpo. Por fin corrí las cortinas para volver a dormir. El tono azulado que la luna había arrojado hasta mi recámara se consumió en la oscuridad, y justo cuando el último rayo de luz se ocultó, justo en ese instante, un ruido estrepitoso salió de la cocina, seguido de otros de menor intensidad. Rápidamente busqué el apagador tras la cama, pero éste no sirvió, probé en el otro junto al librero, pero también fue inútil. En cuestión de segundos tomé una lámpara del cajón y, en silencio, bajé a investigar.

En la cocina, apunté la luz en dirección al horrible ruido metálico. Entonces descubrí a Elian de bajo de la mesa empujando por el suelo, con su hocico y sus patas, una cacerola que había derribado desde lo alto de la estufa: éste solamente quedó cauto bajo mi señalamiento, sin embargo, sólo unos segundos después, continuó el asalto.

“Quizá un bocado no le hará mal”, pensé, mientras mamá no lo supiera no habría conflicto alguno. Así que coloqué la cacerola en su lugar y saqué de ella un filete de pescado, mismo que desmenucé y coloqué en su plato de comida. Inmediatamente corrió a devorarlo.

Tomé un poco de agua mientras tanto y, al volver a la cama, Elian subió a agradecerme; saltó justo a mis piernas y comenzó a frotar su pelaje contra mi cuerpo. Es que los filetes de pescado son sus favoritos.

Pero aún había que dormir. Coloqué al gato en el suelo y me acomodé.

Minutos después, antes de cerrar mis ojos, maullidos y ronroneos pidiendo atención comenzaron a escucharse una y otra vez desde diferentes flancos, alturas y en diferentes intensidades. Cuando éstos se volvieron insoportables me levanté.

Elian de pronto se tornó inquieto y nervioso, como cuando quiere salir desesperadamente al jardín a hacer sus necesidades. Entonces eso hice; bajé y abrí la puerta de atrás para que hiciera lo que había qué.

Como era costumbre, me quedé en la puerta esperando que terminara. Produje un enorme y prolongado bostezo que, sin pensarlo dos veces, él aprovechó para trepar lo más rápido que pudo por las ramas de un árbol y subir a la barda que delimita con la avenida principal.

—¡Ni siquiera lo pienses! —grité—. ¡No!

Pero resultó inútil. Saltó del otro lado antes de intentar cualquier cosa.

—¡Mamá! ¡Elián brincó hacia la c…!

Pero en ese instante me callé. Mis manos cubrieron mi boca inmediatamente. No podía despertarla durante la madrugada así nada más. Esa misma noche había regresado a casa agotada y se fue a dormir muy temprano.

“Piensa”. Me coloqué de nuevo los zapatos, cogí las llaves y, con cautela y con lámpara en mano, salí tras el fugitivo.

No tardé nada en llegar justo adonde Elian había brincado hace un momento, pero no lo encontré. Quizá le habrá seguido la pista a una minina que tenía en la mira desde que trepó al árbol, o quizá sólo se marchó y siguió ese instinto tan impredecible y aleatorio que tienen los gatos.

Luego de buscar inútilmente en los alrededores por casi media hora, mi preocupación se volvió tristeza en segundos… “Es que es sólo un gato casero…”, dije exaltado.

Pero antes de que una lágrima saliera, como la misma ironía, Elian salió de un montón de cartones con una lata vacía de sardinas en la boca; había contemplado mi tragedia desde su escondite.

Fue cuando voluntariamente se entregó. Vino hasta mí ronroneando, levantó su cola y la pasó por mis piernas, pero antes de poder sujetarlo se alejó nuevamente, aunque no lejos esta vez; medía nuestra distancia unos cuántos metros cada vez que intentaba acercármele. Giró sobre sí dos veces y comenzó a andar.

Cada vez que intenté tomarlo, éste aceleró sus finas patitas blancas. Cuando detenía, emitía un delicado maullido invitándome a seguir. Después entendí su mensaje: trataba de guiarme a algún lugar sin razón alguna, o, por otro lado, de poner al límite mi paciencia y mi seguridad.

No sabía cuánto tiempo llevábamos caminando a lo largo de la avenida entre tantos intentos fallidos de atraparlo; mis pies estaban más que cansados. Elian no había vuelto a maullar para cerciorarse que lo estuviera siguiendo. No cambió la velocidad ni tampoco bajó su cola; únicamente caminaba con la cabeza en alto y la mirada hacia una sola dirección: al frente.

Durante el trayecto noté varias cosas fuera de toda lógica: la primera era la luna. Indiscutiblemente no había un porqué que justificara que, hacia cualquier dirección adonde se dirigiera la mirada, allí estuviera; sin mencionar su brillo sobrenatural que nos empapaba; podía caminarse sin el temor a tropezar o a caer en algún hoyo.

Toda luz que no fuera natural, igualmente, se encontraba extinta: ningún poste de alumbrado ni una sola ventana con algún desvelado indicaban señales de vida; como un apagón masivo. Incluso los últimos rayos de mi lámpara se esfumaron al acabo. Ningún auto se molestó en circular, ni ningún perro que pudiera oler a Elian, en aparecer.

De pronto, el felino cesó el paso y emitió otro maullido de goce antes del cruce de una calle. Quedó estático un momento hasta que el verde de un semáforo indicó su avance. Yo continué siguiéndolo.

Del otro lado de la calle, la situación cambió en un chasquido.

Había sido guiado hasta el quiosco del parque principal, aunque en vano al parecer, pues éste se hallaba completamente desierto entre las sombras. Elián permaneció quieto ahí, sin embargo, lamió su pelaje y se sentó con soberbia elegancia a descansar sobre un camino de adoquines. Poco después, como si alguien lo hubiera planeado con precisión cronométrica, los postes de alumbrado que rodeaban la plaza se encendieron a la par.

La oscuridad se clareaba: las luces naranjas luchaban para contrastar el azul natural de la luna. Los faros cercaban el negro de la noche.

Elian levantó sus orejas. En cuestión de segundos se incorporó, maulló, dio un giro y ronroneó, irguió su cola y preparó sus muslos para dar un gran salto.

Justo entonces se dejó ver, del otro lado del parque y todavía bajo las sombras, una gata negra de patas blancas atada a una correa sin dueño; se acercaba a toda velocidad. Elian despegó a su encuentro.

—¡Espera, Enid! ¡Por favor! No puedo correr más. ¡Espera…!

Tras aquella gatita, segundos después, una señora de edad avanzada, exhausta, apareció arrastrando su bastón y la vida. En seguida corrí hacia ella para auxiliarla. La tomé del brazo y la encaminé hasta una banca para que recuperara el aliento.

—Mi Enid… Mi pobre gatita se escapó —dijo aún con dificultad.

La anciana había recorrido tanto como yo, al parecer, aunque con el doble de esfuerzo, claro, o el triple. Sólo traía puesto un camisón bajo una bata de dormir. Calzaba unas chanclas color rosa sobre unas calcetas blancas. También se encontraba durmiendo antes de partir…

—Tranquila. ¿Su gatita es esa de allá? —pregunté señalando la escena de los mininos.

—¡Oh! ¡Vaya que sí, por piedad de Dios! Es un gran alivio. Perdí su paso unas calles atrás y vine confiando que éste fuera su paradero, y el mío para tomar aire —respondió.

Antes de pensar la siguiente frase, Enid y Elian dejaron escapar, al unísono, un enorme maullido en frío vacío de la noche. Ambos quedamos confundidos.

—Jamás, ni estando enojada, la había escuchado así —dijo la dueña sorprendida.

Seguidamente, otro maullido igual de potente detonó otros de menor intensidad en los alrededores. Un concierto de maullidos se desató. Después, Enid y Elian se acurrucaron frente al quiosco.

—Qué cosa más extraña —repitió la anciana luego de dar un profundo suspiro y continuó—: Hace ya muchos años que dejé de venir a este parque y hoy estoy de vuelta sin haberlo planeado. Todo luce muy distinto de cuando era joven, hasta el quiosco… Y la luna… Vaya… Ni siquiera me había percatado que ningún alumbrado funcionaba; sólo éstos.

—Y nuestros gatos. Quién sabe cuántas veces han escapado hasta acá durante la noche —añadí.

Mientras observábamos la luna sentados, y ya recuperados, nuestros gatos se acercaron, saltaron y se colocaron entre nosotros, en medio del asiento y del lado de su respectivo propietario.

—Bien, quizá fue todo —dijo la anciana en un bostezo—.

—Deberíamos irnos ya —contesté.

Cargué a Elian y su dueña le ató nuevamente el collar a Enid, pero antes de levantarnos, los gatos se molestaron y comenzaron a inquietarse. Aún no querían retirarse evidentemente; no obstante, descubriríamos que éramos nosotros quienes no debían marcharse aún.

***

Un señor de traje, de apariencia robusta y antañona, con un gran bigote y gafas, se dejó ver de entre la oscuridad y fue hasta el centro de la plaza. Después, desde uno de los inmensos arbustos, una anciana de falda y blusa holgadas se encaminó rápido hacia él, muy de cerca se quedaron viendo fijamente y, sin resistirse más, culminaron en un beso.

Yo quedé paralizado no por la pareja que se fundía en ese beso, no por la escena en sí y su discrepancia en medio de la madrugada, sino porque mis ojos veían dos siluetas casi transparentes, únicamente contorneadas por las luces que se habían encendido.

—E… esa señora es… —dije circunspecto.

—Pero si soy yo... —suspiró la anciana—. ¿Cómo he llegado hasta allá? ¿Qué ha pasado, Dios mío?

Boquiabiertos, hizo falta apretar los párpados más de una vez para acreditar lo que veíamos, pues en las mesas de concreto a lo lejos, un padre ya reía en compañía de su hijo y una pareja hacía arrumacos a la vez que otra recién se encontraba. Poco a poco la plaza comenzó a llenarse de gente; todos como la primera pareja de ancianos: siluetas traspasables a la vista, iluminadas por el ambiente.

En menos de un segundo todas las anomalías de la noche cobraron sentido en una sola suposición que no hizo falta mencionar; sin embargo, antes de imaginar cualquier otra cosa, quedé igual o más asombrado que la anciana que, dejada llevar por sus sentimientos, había comenzado a llorar.

—Mira hacia allá —me advirtió mientras Elian comenzaba a frotarse nuevamente contra mí.

Apunté la mirada hacia donde me indicó: a lo lejos, un chico miraba impaciente el reloj sobre el quiosco, lucía cada vez más angustiado mientras avanzaban las manecillas; caminaba nervioso de un lado a otro mientras arreglaba nuevamente el cuello de su camisa.

“Indiscutiblemente soy ése de allá”, pensé boquiabierto, no hay duda alguna de ello; me reconocería en cualquier parte. Pero ¿qué podría estar esperando tan afanoso? Y la respuesta sobrepasó, por mucho, cualquier paradoja y, sobre todo, cualquier emoción…

Detrás de aquel chico apareció una silueta femenina, de baja estatura, cubierta por un hermoso vestido verde de flores que sus grandes labios rojos complementaban a la perfección; sus ojos brillaban como misma luna.

Mientras tanto yo, o al menos quien veía metros allá, seguía caminando nerviosamente de lado a lado. Por detrás, la chica ya lo asechaba escondida tras un árbol; se le veía un poco nerviosa también.

Asomó la vista dos o tres veces para asegurar la sorpresa. Ajustó su vestido una última vez, dio una última probada al color de sus labios sólo para prepararlos, los remojó y salió al ataque como una sigilosa leona lo haría. Caminó muy despacio, casi en puntas para no hacer ruido, con las manos cruzadas detrás para disimular su llegada, y cuando estaba justo a las espaldas del muchacho, se abalanzó. Sus manos cubrieron sus ojos y su boca fue directo al cuello, seguido de una lluvia de besos y jugueteos que terminó fundiéndolos en un abrazo.

—Perdón. Me perdí un par de veces antes de llegar —agregó nerviosa—, pero aquí estoy. ¿Cómo me veo?

Cada persona que llegó al parque estaba acompañada: niños jugando con otros, papás y madres jugando con sus hijos, y enamorados de todas las edades y sexos, éstos en su mayoría. La plaza se había llenado de abrazos y besos; cada metro cuadrado había sido ocupado ya y, sin embargo, pese a la multitud, nadie dirigió la palabra a alguien más que no fuese su acompañante.

—Quieres bastante a esa niña, ¿verdad? —preguntó la señora con una mirada a la cual no hubo que responder y prosiguió—: No veía un abrazo tan sincero desde que fui joven y esperaba horas y horas para ver a mi prometido durante la noche, hasta que salíamos del trabajo.

—Entonces el de allá es su… —Pero ella respondió primero:

—Es mi esposo, cariño. Sin lugar a duda es él…

“Y sin lugar a duda es ella”, aclaré para mí mismo.

—Pero ¿qué es lo que hacemos aquí…? Allá… —compuse de inmediato.

—Ni yo lo sé. Habría que preguntarles a estos dos. —Señaló a los felinos.

”Fui a la cama muy triste y cansada —prosiguió—, bastante a pesar de que no hice gran cosa durante el día, como ayer. Mi marido está lejos de viaje y para aliviarme un poco fui donde Enid y comencé a acariciarla como a ella le gusta: desde la mandíbula hasta su estómago. Eso es lo último que recuerdo antes de caer dormida hace unas horas, además de que olvidé quitarle la pequeña correa que en ocasiones le pongo para evitar que salga cuando debo abrir las puertas. Después, Enid escapó a mitad de la noche y yo la descubrí; nunca lo hizo antes. Jamás salió de casa, así que fui tras ella muy preocupada de perderla para siempre, y terminé aquí exhausta.

—También me sentí exhausto —interrumpí—, más de lo habitual… ¿Cree usted que estemos…? Ya sabe…

—Cuando niña, mi mamá solía contarme que, cuando se quiere lo suficiente a una persona, tanto una como la otra son capaces de cualquier cosa. Decía que, cuando eran tantas sus ganas de ver a mi papá, que en paz descansaba desde entonces, en sus sueños podían conectarse por un breve instante solamente para saludarse, o en su caso, para liberarse de todas las tristezas en un abrazo. Cuando me contaba eso, no podía contener su cansancio por varios días.

”Quise comprobarlo en muchas ocasiones para volver a ver a mi padre también. Cada noche, a menudo, esperaba encontrarme con él al cerrar los ojos; pero nunca se me presentó esa anhelada oportunidad. Hasta olvidé, con el paso del tiempo, cómo eran sus señas —chistó—; sólo recuerdo su sombrero de palma que jamás se quitaba.

Cuando la última frase de su relato terminó, las luces del parque comenzaron a apagarse una a una, y con ellas, todas las personas que habían llegado a su cita. Primero se apagaron las luces más alejadas del quiosco; seguidamente, las que iluminaban las mesas de concreto en el centro, y las que alumbraban los jardines.

—¡Enid, ven! —gritó la anciana en su desesperación, pues la gata había brincado e ido en dirección a donde la pareja de ancianos se encontraba. En cuanto estuvo allá, los rodeó e intentó frotarse contra ellos.

—Mira, amor, Enid está aquí —dijo el marido a su mujer mientras acariciaba su lomo—. Está feliz de verme.

Entonces la anciana tomó mi mano y sonrío.

—Siempre busca a mi esposo; no hay día que no espere en la puerta hasta que llegue.

Cuando volví la mirada, Elian había ido a su respectiva escena también.

—¡Hola, Elian…! ¿Qué haces tú aquí? Ya estás bien grandote —dijo sorprendida la hermosa chica del vestido verde y comenzó a acariciarlo—. ¿Qué haces aquí, Elian?

Pero la oscuridad seguía avanzando y lo sabían mejor que nadie...

—Ay, ya es hora de irnos, amor. —Tomados de la mano, con toda la fuerza que sus voluntades les permitían, se dieron el último beso.

—Adiós, Elian —dijo el par y Elian continuó frotándose hasta que desaparecieron con las luces.

Y cuando todo se apagó por fin, comenzó a maullar buscando a su dueña. Metros atrás, Enid hizo lo mismo cuando su amo desapareció de la nada.

Corrí hacia él y lo abracé. Aunque paso por paso, la anciana hizo lo mismo con su gata no sin antes reprocharle en el camino:

—¿Qué acaban de mostrarnos, ustedes dos? Debimos hacer algo muy bueno por ustedes —dijo llorando.

Entonces Elian comenzó a lamerme la cara con su pequeña lengua raposa.

Sentí un rayo de luz deslumbrante azotando en mi cara, seguido por una par de frías y relajantes sombras que pasaban con fastidio. Fue cuando logré observar mis manos moviéndose sobre mi cara. “Vaya tonto, olvidé cerrar las cortinas”, me dije.

Cuando quité la enorme cobija para levantarme, descubrí que Elian estaba acurrucado junto a mí, echo una bola con las patas cubriendo su hocico. El frío lo había traído hasta aquí. Corrí entonces a solucionar el problema y volví a la cama; lo abracé y continué durmiendo.

***

Cuando ajustó la correa de Enid para volver a casa, la anciana se percató de que aún quedaba alguien sentado en las bancas de concreto: un hombre con una camiseta blanca que, aunque delgado, podía fajar una panza en unos pantalones de pana café. Observaba de un lado a otro y, al parecer, así lo había estado haciendo durante un buen rato, buscando a alguien que no llegó. En sus piernas yacía acurrucado un enorme gato comido por el tiempo que, como tal, tampoco se había movido de allí.

Algo en el fondo de la anciana la llevó hasta donde aquel hombre, una corazonada, quizá. Recargó su bastón en la orilla de la mesa y se sentó a su lado.

—¡Qué vergüenza me da! —exclamó el hombre con una voz melancólica y con la mirada baja—. Vine a encontrarme con mi hija; pero ni siquiera pude levantarme de aquí. —No podía levantar la mirada tampoco.

—Quizá no pudo llegar nada más. Los motivos siempre son tantos… No desanime —asintió la anciana.

—No. Nada de eso... —reprochó apenado—. Es que no sé ni cómo es ahora… si una niña, como la dejé, como la última vez, o una mujer madura, o quién sabe. Ha pasado tanto tiempo…

Dispuesto a marchar, y con los ojos llorosos, recogió del suelo su sombrero de palma y volvió a colocarlo sobre su cabeza.

—Con su permiso… —dijo entrecortadamente el hombre a la par que inclinaba ligeramente su sombrero.

En cuanto se levantó, el gato corpulento y grisáceo aterrizó en suelo con inconformidad y buscó, en seguida, otro espacio debajo de la mesa para poder extenderse. La anciana, sin embargo, no pudo mover más que los ojos ante el rengueo que daban los pasos que se alejaban frente a ella.

—Este bastón con el que me sostengo… —le dijo al hombre que apenas había dado con dificultad unos pasos— comencé a usarlo hace ya varios años, igualmente con mucha pena, pues era de mi papá.

”Según mi mamá, la madera del agarre está así de pelada porque siempre golpeaba en el mismo lugar cuando a él se le caía, y porque, de inmediato, volvía a arrojarlo al suelo por el enojo —dijo riendo jocosamente—. Pero a mí nunca se me ha caído.

El hombre, no más en su papel solitario, dejó escapar inmediatamente una lágrima, luego dos y luego varias.

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