Esperanza duerme
bajo una buena cantidad de cobijas que la mantienen caliente. Se recostó hace
unas horas; pero sus pies siguen entumecidos. Afuera caen los fríos hielos de
enero que congelan la débil circulación de la sangre a los 95 años de vida.
Con los ojos
apretados, no espera otra cosa que sentir sus tobillos calientes. Pero bajo las
cobijas también hay una inseguridad que la carcome por dentro, una inseguridad
que está asomándose por las rendijas de la puerta de su habitación solitaria.
No es el frío lo
que la preocupa, tampoco sus pies ni mucho menos, su sueño intermitente; es el
peculiar silencio de esa tarde grisácea que no agita las ramas de los árboles
con su viento, que no suena el pecho de los pajarillos cantores detrás de la
ventana. Nadie se ha molestado en hacer ningún ruido hasta ese momento; no hay
nadie tosiendo detrás de los muros, no; sólo prevalece la mesura que se mezcla
con los grises rayos de luz que atraviesan las delgadas cortinas de seda.
En el limbo del
sueño y la memoria que obra antes de dormir, puede recordar, de pronto, y aunque
con dudas, con todos esos años vividos, lo que un silencio de ésos anuncia,
melancólico y macilento. Abre los ojos de pronto, nerviosa, para anticipársele
y poder negarlo mientras mueve la cabeza de un lado a otro. Pero es muy tarde
ya. Sabe lo que viene a continuación.
Sus oídos
comienzan a escuchar, a lo lejos, el sonido de los guitarrones acercándose con
el júbilo apagado, con tristeza que disimulan los chillidos del violín que toca
tras ellos. Murmullos y pisadas que avanzan despacio, en multitud, cargando
algún peso en sus hombros, o en el remordimiento… oraciones cabizbajas
acompañadas de persignaciones temblorosas e incompletas.
Esperanza
reconoce al instante cada uno de los sonidos que penetran por las paredes del
cuarto, que cubren el silencio que había; todos le son familiares; todos los ha
escuchado más de una vez. Mas decide volver a su sueño que rehúsa a volver.
—¡Abuelita!
—grita una voz detrás del sonido de la puerta que chilla al abrirse.
—¿Sí? —contesta
escéptica mientras gira su torso con dificultades, esperando un nombre al
alzar.
—Es… Es la
señora de la casa del fondo… —dice su nieto sin dar más explicaciones.
Esperanza queda
atónita, pues llevaba más de un año confinada en su casa, sin saber de su amiga
en estado delicado.
La última vez
que se vieron, ella le trajo verduras de su huerto, cosechadas especialmente, y
con mucho amor, para ella, para una temporada completa. Aquel día, Esperanza le
dio de comer dos piezas de pollo con mole que devoró de inmediato, pese a su
delgadísima figura de porciones pequeñas.
—¿Mi amiga Senorina? ¿Ya se fue? —pregunta para confirmar lo peor.
—Sí. Ya va a
pasar... ¿La quieres despedir?
Pero ella duda
un segundo. Puede que sea sólo un mal sueño. Vuelve a girar hacia la pared
mientras acomoda sus cobijas de nuevo.
—No… —contesta
por fin.
—Ya va a pasar…
—repite su nieto.
Entonces el
sonido de los guitarrones, fieles acompañantes de la muerte, vuelve a aguzar
oídos.
Esperanza retira
como puede las pesadas cobijas e intenta ponerse de pie. El muchacho le cubre la
espalda con un grueso chal y ella va hasta uno de sus brazos para no caer
desplomada.
—Vámonos.
Llévame —le ordena.
Caminan con
pasos lentos y pausados hasta la ventana que da hacia la calle. A través del
cristal, de pronto, Esperanza queda mirando incrédula el ataúd que lleva su
amiga hacia el panteón. Sólo lo ve pasar frente a ella.
Del otro lado,
bajo el cielo grisáceo, uno de los seis hombres que cargan la caja ha tropezado
con algo, justo frente al portón azulado de la casa de la viuda Esperanza,
donde, durante muchas ocasiones, las dos quedaban platicando horas y horas, luego
de haberse despedido una y seis veces; pero ninguno de los deudos que siguen la
procesión ha notado su silueta encorvada tras la ventana, que está lanzando una
bendición protectora a la caja con su mano derecha, como despedida final a su
alma…
Cuando el hombre
se incorpora, la procesión luctuosa vuelve a su marcha y el mariachi vuelve a
tocar. Siguen derecho hasta el final de la calle.
—Qué rápido se
va la vida… —dice Esperanza con los ojos llorosos mientras ve el ataúd perderse
hasta donde la ventana alcanza a mirar—. Qué rápido…
Entonces ríe
sutilmente, alegre, ante la mirada desentendida de su nieto.
—Vayas tú a
saber en qué parte de ese estómago le cupieron dos piezas completas de pollo
… —chista jocosa para tranquilizarse.
Esperanza da la
vuelta y comienza a caminar. Ya no queda nada que ver.
—Gracias por haberme avisado. Voy a descansar porque hace mucho frío.
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