No habría necesidad de que se mostraran desnudas —sin miedo alguno— si las miradas de los hombres no apuntaran directamente a sus pechos. No gritarían si hubiera justicia para todas las asesinadas; pero, sobre todo, no destrozarían nada si no hubiera un enorme problema detrás: si al gobierno le preocupara más la vida de sus mujeres que la fachada de sus edificios.
¿Quién tiene la culpa?
“Que no nos pinten las puertas [y] las paredes, que estamos trabajando para que no haya feminicidios”, ha pedido el presidente Andrés Manuel a las manifestantes, pues los contingentes de mujeres que exigen medidas urgentes contra la violencia de género en la capital del país han sido una constante frente Palacio Nacional.
Incluso los medios tienen listos sus titulares antes de cada movilización: “Prevén actos vandálicos por marcha feminista de hoy”. Tienen preparadas la cifras de los daños desde mucho antes y quién sabe cómo.
El resto de las personas, quienes prefieren ser jueces y no, víctimas —maldormidas y hartas de la rutina— dicen lo mismo cuando se cruzan en su camino: “Es que ésas no son las maneras de protestar”. “Ya no saben qué más pedir; lo quieren todo”. Algunas afirman que ellas —las mujeres— tienen la culpa por lo que les pasa; otras, que es el país el que está pudriéndose, y a las más despreocupadas no les importará en lo absoluto, pues saben que en México ésas son cosas de todos los días...
Bien, hay que decir, antes que nada, que todos tienen razón; quienes piden y quienes ignoran; quienes destrozan y quienes pagan; todos la tienen.
Es verdad que el gobierno está trabajando para implementar políticas públicas en materia de violencia de género, pero también es cierto que esa violencia se halla hasta en nuestro lenguaje y en nuestras costumbres. No solamente los ministerios públicos revictimizan a las mujeres.
Es verdad que ninguna movilización o marcha está ausente de “vandalismo,” como le gusta llamarlo a los medios. Es cierto que las mujeres gritan mucho y que “les gusta quemar camiones”: evidencias más claras no puede haber en la prensa y en las pantallas de televisión. Pero es que debe haber algo que escribir y que transmitir en vivo que llame la atención de la gente, y claro que el fuego y el caos se venden muy bien.
También es reconfortante escuchar que alguien tiene la culpa, no importa quién, si el gobierno o las asesinadas. Es muy poco probable que quiera saberse de una mujer que ha elaborado, sola, un mapa con todos los feminicidios ocurridos en el país desde 2016, o que finalmente ha sido aprobada una nueva ley que castigará a quienes difundan “packs” por internet.
Y, por otro lado, nadie quiere quedar atorado en medio del tráfico por unas “locas que gritan mucho”.
Ninguna mujer quiere identificarse con encapuchadas que descubren su pecho y rocían a las personas con pintura verde. Mucho menos quieren saber de abortos o acciones que atenten contra la vida. Ningún estudiante ensimismado —en el mundo de las buenas calificaciones— estará de acuerdo en que su escuela pare sus labores, pues no hay tiempo para ello, suena, de más, ridículo.
Simplemente, las personas no entienden que los demás no tienen que entender también, porque no lo harán.
Sin embargo, no significa que no haya nada que decir o nada que hacer... Ellas siguen allá afuera gritando... luchando. Nosotros seguimos viendo. Y el problema sigue: las están matando.
El problema
A todos: al señor presidente, a los medios, a quienes quedan varados en medio del tráfico por culpa de las marchas, a quienes les han destruido sus cristales cada ombligo de mes, y a quienes voltean los ojos cuando ven por las calles a una mujer sin miedo… quienes creen que ésas no son maneras de protestar… déjenme decirles algo: ellas no se van a callar ni nadie las va a silenciar mientras las cosas no cambien.
Porque 3 mil 800 mujeres asesinadas al año no es una cosa para guardarse. Tampoco el miedo ni la violencia lo son y, sin embargo, alzar la voz cuesta la vida. Pregúntenle al aguerrido espíritu de Isabel Canabillas, asesinada de dos disparos mientras volvía a su casa en Cd. Juárez, Chihuahua: alzó la voz por los derechos de las mujeres.
Porque no es una pesadilla ni cosa de locas: en verdad las están matando.
Ser mujer en México —aun sin vestirse “provocativamente” o aun sin tener ganas de ser maltratada— implica cargar con la enorme probabilidad de ser brutalmente asesinada en cualquier momento: a la luz del día o bajo la penumbra de la noche; dentro de casa o por el ser más querido. Es como llevar un letrero de neón que la muerte —un enfermo despiadado— puede vislumbrar a kilómetros.
Y claro que hace falta distinguir sexos porque en México nadie es igual. A nosotros los hombres —resguardados en nuestra ingenuidad— todavía no nos matan por ser nosotros. Todavía no cargamos con la culpa de nuestros asesinatos; ellas, en cambio, sí.
Además de ricos y pobres, hay hombres y mujeres: según The Global Gender Gap Report 2015, México se encuentra muy lejos, en el lugar 71 de 145, en el índice de brechas de género. Las mujeres continúan siendo pagadas menos que los hombres, también sus oportunidades laborales están en desventaja... como sus oportunidades para gozar de la vida...
A Ingrid Escamilla la asesinó su pareja: cual carnicero empedernido, la acuchilló, la desolló y arrojó sus órganos al drenaje. Después, las fotografías de su cuerpo cercenado se vendieron como pan caliente en las primeras planas; alguien de allá arriba las había filtrado.
El cuerpo de Fátima Cecilia Aldrighett, de 7 años, apareció con huellas de tortura dentro de un costal envuelto con una bolsa de plástico luego de haber sido entregada a una desconocida al salir de su escuela... luego de que las autoridades se esforzaron por entorpecer las labores de búsqueda.
A Abril Pérez Sagaón la asesinaron luego de haber denunciado los maltratos que le propiciaba su esposo, exdirector de la filial mexicana de Amazon… Dos sujetos a bordo de una motocicleta abrieron fuego contra ella y se dieron a la fuga.
Pero claro que no se organizan manifestaciones por unos cuántos casos aislados, sino por miles y miles de ellos. Sí. Miles.
Reto a cualquiera a no apretar los dientes al ver cómo, cada hora, las redes se atascan con noticias de desapariciones, secuestros y feminicidios... con vidas que se acaban bajo titulares intragables.
Y la violencia no para allí: diariamente son subidas a internet —a blogs y a páginas pornográficas masivas— fotografías y videos amateur de adolescentes que creyeron en el amor y confiaron en sus parejas… Por supuesto que no quedan ganas de seguir viviendo luego de que tu intimidad, tu cuerpo desnudo, se vuelve público.
Las mujeres que no son asesinadas se suicidan. Y las que muestran sus pechos sin vergüenza deben callar sólo porque hacerlo por voluntad —y sin miedo— está mal. Porque las mujeres no pueden andar por allí buscando atención, “buscando que las violen”.
Es angustiante temerle a la muerte y, aún peor, al azar. Pero qué horrible es nacer siendo una enorme probabilidad en México
Gritemos o dejémoslas gritar
Pero algo es más que cierto nuevamente: las mujeres sí necesitan esa atención que piden, necesitan ser atendidas. Porque necesitan urgentemente dejar de ser asesinadas y, sobre todo, dejar de ser victimizadas y juzgadas —por nosotros mismos— por ello.
Como dije al principio, todo mundo tiene razón: hace falta información y hace falta educación; pero también hace falta exponer lo que está pasando. Hacen falta políticas públicas y hace falta justicia.
No habría necesidad de que se mostraran desnudas —sin miedo alguno— si las miradas de los hombres no apuntaran directamente a sus pechos. No gritarían si hubiera justicia para todas las asesinadas, pero, sobre todo, no destrozarían nada si no hubiera un enorme problema detrás: si al gobierno le preocupara más la vida de sus mujeres que la fachada de sus edificios.
Así que sí. Que griten más fuerte y, si es necesario, que rompan todo lo que haya que romper, puesto que nadie les devolverá a sus compañeras caídas, a sus hijas, hermanas, madres y amigas. Si no ¿con qué debe respondérsele a los feminicidios?
Dejémoslas gritar si no nos gustan sus acciones... Tampoco nos gusta nuestro país. Tampoco sabemos bien qué no nos gusta; ya no sabemos qué pedir.
Que
alcen la voz por todas aquellas que ya no pueden y por todos aquellos que —desde la
comodidad de sus hogares— sólo les importa su propio bienestar. Que griten
hasta que al señor presidente le revienten los tímpanos… hasta que todo México
las escuche y hasta que, en vez de rojo, tiñan de verde y rosa la Constitución.
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