Dos hermosas niñas, hermanas de entre siete u ocho años, miraban asombradas a cada una de las personas dentro del vagón, como si jamás hubieran subido antes al metro. Ambas ocupaban el mismo asiento junto a la ventana. Al lado estaba su madre.
Una de ellas observaba por la ventanilla sin decir nada. Sostenía en sus manos una gigantesca bolsa de frituras mucho más ancha que su propio cuerpo; un gran botín para su corta edad, supondría cualquiera.
Ciclistas, automóviles, animales, peatones y el sol, imponente aquella tarde, azotándolos con toda su fuerza… la niña junto a la ventana observaba todo con asombro, pero sin descuidar un solo segundo su enorme tesoro.
Por otro lado, su hermana, que prestaba más atención a lo que pasaba en el interior del vagón, no dejaba de verme. Quizás en su vida había visto a alguien tan delgado, o tal vez miraba el estampado de caricatura de mi playera. Asimismo, tampoco le quitó, después, los ojos de encima a la chica que dormía a mi lado, quizá porque su cabeza pendía extrañamente de su cuello; debió preocuparla.
Omnividente, la segunda niña, blanca como el color mismo, observó a todas y cada una de las personas dentro: cuando una le estorbaba para ver a otra, se levantaba y estiraba su cuello. Si en algo pudo coincidir la pequeña, era que todos, sentados o de pie, con más prendas o menos, morían de calor. También su madre y su hermana, quien ya se había quitado su sudadera. Pero ella no; ella sólo observaba.
Sus ojos vieron todo lo que pudieron, todo fue igual de interesante al parecer, al menos hasta que se percató de algo inusual, algo que hizo a la pequeña nada más que jalar la blusa de su madre para que también se diera cuenta:
Abriéndose paso entre los pies de la gente, otra pequeña arrastraba sus rodillas por el suelo mugriento. “Dame cualquier cosa” podía leerse en su mirada. Algunos, sin decir nada aún la niña, le daban una moneda, otros sólo le ofrecieron una mueca de desprecio.
Cuando llegó a donde estaba yo, únicamente pude darle tres pesos, tres monedas contadas de las cuales, amablemente, aquella niña devolvió una, pues dos pesos eran más que suficientes. Y, aunque insistí en dársela, la devolvió a la bolsa de mi pantalón.
De pronto, la mirada de la niña que lo veía todo cambió cuando, en un instante, quedó de frente con la pequeña que arrastraba sus rodillas por el piso. Su hermana, que también había visto a algunos darle dinero, buscó en las bolsas de su sudadera, aunque sin suerte.
Al mismo tiempo, la niña que lo veía todo sí encontró una moneda en su pantalón, pero antes de extender su mano un regaño la detuvo: “No. Es tuya. ¿Para qué se la vas a dar?”, dijo su madre escondida tras unas gafas de sol. Y no hizo nada más.
Después de recorrer todo el vagón, con unas cuantas monedas y con un chocolate que también consiguió, Janet, como la nombró una señora que le hizo la plática, bajó del vagón sin prisa alguna y se arrastró hasta un banco, ahí se sentó a comer el chocolate que le habían dado.
Las dos niñas igualmente vieron a Janet comerse su chocolate mientras las puertas se cerraban. “Come con las manos sucias” dijo una de las pequeñas a su madre, mientras la otra veía, ahora de diferente manera, la colosal bolsa de frituras que había estado cargando.
Finalmente,
intercambiaron inocentes miradas al respecto y, posiblemente, también el mismo
pensamiento: “qué diferentes somos”, diría una. “Así es, hermana”, afirmaría la
otra.
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