Aquella tarde salí corriendo a toda velocidad. Quité a una y cuantas personas pude de mi paso.
En mi teléfono, un par de fotos indescifrables y dos mensajes de ayuda de la chica que acaba de dejarme estaban rematados con una ubicación a la cual me dirigí.
No pregunté nada. No pensé que tal vez pudo tratarse de una equivocación o de un error de los dedos. Sólo corrí.
Llamé al 911 y a cuantas personas pude para que me ayudaran.
Llegué a un enorme centro comercial y comencé a interrogar a todo el mundo hasta que ella por fin llamó desde el teléfono de su novio. Se había quedado sin batería.
Después, nada pasó porque, efectivamente, todo había sido un malentendido. Mientras ordenaban su comida en una de sus salidas, su teléfono me envió un mensaje de emergencia sin que ella lo notara. Después, mi paranoia y mi pésima suerte, me jugaron la peor de las bromas. Había arruinado con mi drama y el escándalo, además, el final de su cita.
Al colgar la llamada, estaba a 22 kilómetros de casa sin nada que hacer y sin nadie a quien abrazar.
Estaba humillado, pero, al mismo tiempo, muy aliviado. No supe cuánta lástima le provoqué a todas las personas esa tarde.
De vuelta a casa, en el interior de un vagón del metro, me solté a llorar. El válvula de mis ojos se abrió sin control porque tenía el corazón roto, porque estaba humillado, y, sobre todo, porque no había perdido a nadie otra vez. Sólo lloré.
A mitad del camino, antes de llegar a la terminal, un triste payaso caminaba cabizbajo por los andenes. Jorobado y muy exhausto, había subido al vagón a dar su última y agobiante función.
Parecía que el tiempo era su enemigo y, al mismo tiempo, su guion; hizo un pésimo y desganado chiste tras otro… Al menos hasta que, parado en un rincón, vio la nube oscura sobre mi cabeza. Quedó mirándome unos segundos en los cuales. probablemente, entendió cuan destrozado me hallaba… Sí. Sólo él lo hizo.
Carraspeó un poco y comenzó de nueva cuenta su acto, desde cero y con más energía, ésa que a mí me faltaba.
De pronto, mientras el tren avanzaba, no voltear a verlo fue imposible. De pronto su cansancio se había transformado en alegría pura, en rayos de luz. Sus chistes comenzaron a tener sentido, gracia, encanto; el siguiente fue cada vez más gracioso que el anterior.
Su mirada no dejó de cuidarme, además, mientras se desplazaba de un lado a otro por el pasillo del vagón.
Su humor negro y los albures, su último recurso, por fin habían dado resultado.
Al final de su número, después de los malabares, fui quien más fuerte se rio y quien más fuerte aplaudió.
Aquel payaso. al final, me mostró su mejor sonrisa: aunque con maquillaje corrido, sudor y un espacio entre sus dientes, podría jurar que emanaba algún tipo de luz, de magia que podía curar la tristeza.
Mi deprimente imagen chocó con la suya y ambas bajaron en la siguiente parada. Quedamos desnudos.
En
ese instante lo olvidamos: olvidamos que éramos el par de payasos tristes.
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