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Nunca te quedes dormido

 

Hay pocos días en los que he lamentado despertar y salir de la cama.

El día de ayer, para mi desgracia, fue uno de ésos, si no es que fue el peor día para salir de la cama.

Después de una pesada semana, pues, había llegado el glorioso viernes y, con él, el inicio de unas largas vacaciones.

Mis amigos me invitaron a salir por la noche, pero, rendido y sin más ganas, tuve que rechazarlos. Insistieron e insistieron pues, según ellos, sería la última vez en la que todos podríamos estar juntos. Habrá más días —pensé— así que, acabado y sofocado, puse mil impedimentos hasta que uno de ellos funcionó por fin.

Mis amigos se fueron sin mí, no sin antes reiterarme:

—Te estaremos esperando, sólo por si cambias de parecer.

—Lo dudo, pero ya veré. Cuídense mucho.

Decidí darme un pequeño descanso en una jardinera para disfrutar de mi bien buscada soledad y comencé a leer un libro. Lo cual no fue mi mejor decisión, pues, hasta donde recuerdo, fue lo último que hice.

Había desperdiciado toda la tarde dando, en contra de mi voluntad —claro está—, espantosos y sobrehumanos espasmos para evitar que mi cabeza azotara contra el suelo en mi ausencia en este mundo.

¡Era tardísimo! Al anochecer, las luces del lugar se habían encendido ya; un chorro de tinta negra se había derramado sobre el cielo.

Los últimos alumnos salían de la escuela, con dirección a sus casas. Los que iban en tumulto se dirigían a disfrutar de la noche. Después de todo, era viernes.

Al salir a la calle, al autobús que iba rumbo a mi casa aún le faltaban escasos minutos antes de partir, así que me dirigí a abordarlo.

Al final de la calle, sin embargo, antes de perderse al doblar la esquina, iba mi grupo de amigos: reían y se hacían bromas entre ellos. El momento se apreciaba tan confortable que valía mucho más que mi pereza.

Sentí unas profundas ganas de correr hacia ellos y gritarles “¡Espérenme, voy con ustedes!”, pero en un instante vino a mi mente el recuerdo acobardante de haberlos rechazado en la mañana... Pero qué más daba... se alegrarían al verme de todas maneras.

Quité el pie del primer peldaño del autobús y fui hacia ellos.

En contrasentido, bajo la escasa luz del alumbrado público, creí reconocer de inmediato a una vieja amiga. Pasó justo a mi lado y se llevó consigo mi intriga y mis ojos que, extrañados, no dejaron de seguirla hasta que mi cuello no pudo girar más, se dirigía a abordar el autobús que había dejado.

Perdí de vista a mi grupo de amigos cuando doblaron la esquina.

De pronto, sin aviso alguno, una lluvia tan helada como un escalofrío se soltó con rabia, empapando a todo aquél que deambulara por ahí. Escuché el motor del autobús encenderse y, apresurado y sin pensarlo dos veces, corrí de nueva cuenta a abordarlo.

Guardé mi boleto y comencé a abrirme paso entre las personas, unas más altas que otras.

Junto a la ventana estaba sentada aquella chica con la que solía platicar por horas y horas; a su lado, un asiento vacío. Me senté junto a ella —en efecto era ella—, pero permaneció atónita mirando a través del cristal cómo caía la lluvia.

Cuando por fin salió de aquella hipnosis pluvial, volteó hacia mí y, quitándose los audífonos, inició una conversación divagante:

—Vaya. ¿De verdad eres tú? —dijo a la vez que chocábamos nuestras mejillas.

—El mismo. Me da gusto ver que estás bien.

—Hoy se te hizo tarde ¿No es así?

—Sí, eso creo, pero... cuéntame de ti. No sé nada desde hace unos años —añadí.

—Tal parece que desde que me marché de la ciudad, tú has sido el único preocupado.

—¿Qué? Pero ¿por qué lo dices? —dije totalmente desconcertado.

—Sabes... la última vez, justo antes de que me marchara, todos sentían tristeza y algunos hasta una lágrima derramaron, pero… No lo entiendo… Ahora que he regresado, es como si todos intentaran ignorarme apropósito: en los pasillos ya nadie me saluda como antes; ya no me invitan a comer a sus casas ni mucho menos a salir a dar un paseo.

»Es cierto que he dejado de ver a muchas personas con quienes convivía, pero para los pocos que han quedado es como si se hubiesen olvidado totalmente de mí.

A decir verdad, eres la primera persona que se ha tomado la molestia de charlar conmigo en estos años —sonrió mientras tomaba mi mano. La suya estaba helada.

»Bueno, cuéntame, ¿Qué haces aquí tan tarde? Te ves muy cansado.

—Sí. Ha sido una semana muy cansada...

—Se nota, aún tienes sueño —interrumpió mientras se desprendía de su abrigo—. Ven, duerme un poco, aún falta mucho camino.

—Pero... ¿Segura?

—Por supuesto, duerme un momento, lo necesitas.

—[...]

Rato después, desperté acurrucado entre los brazos de mi amiga, pero, al ver por la ventana, a través de la lluvia, noté que no me era familiar ni el camino ni el paisaje. Alarmado, en un solo movimiento, me levanté de mi asiento, dejando caer el abrigo con el que aquella mujer me había cubierto.

—¿Dónde estamos? ¡De nuevo me he quedado dormido! ¡Maldición!

—Lo siento. Intenté despertarte, pero sólo te volvías a acurrucar en mí.

—Gracias por intentarlo, fue un gusto verte de nuevo, pero aquí debo bajar.

Caminé hasta donde el conductor y, sujetándome bien de un pasamanos y sujetando bien mis pertenencias, le dije:

—Disculpe, ¿dónde estamos? Creo que debí haber bajado mucho antes, pero me he quedado do...

—No hago más paradas, jovencito —me dijo con una voz fría y sin siquiera voltearme la vista.

—Óigame, no entiende, yo debí haber bajado mucho antes.

—Pues ese no es mi problema, ¡No hago más paradas! ¿Entiendes? Estamos próximos en llegar.

¡Era más de media noche! ¿Qué estaba pasando? ¿Llegar a dónde carajos?

Volví hasta mi asiento nuevamente, preocupado en cómo explicaría esto a mi mamá, o, mejor dicho, primeramente, cómo regresaría a casa.

—Creo que debiste acompañar a tus amigos... —dijo de nuevo mi amiga en un tono bastante cortado, todavía mirando por la ventana.

—¿Cómo dices?

—Me alegré mucho al verte en el autobús, siempre me ha gustado tu compañía y sería grandioso seguirla disfrutando para siempre, pero... creo que este no es el momento, ni nunca debiste tomar este autobús...

—Espera, ¿Qué estás diciendo? —interrumpí ya desesperado, sin entender qué estaba pasando.

Por el parabrisas, pude observar, totalmente sorprendido, lo que parecía ser un gran y tétrico mausoleo, en cuya entrada un gigantesco y ya carcomido por el tiempo portón se imponía. Justo en la entrada, se abrió un inmenso socavón de dimensiones bíblicas, y, como si estuviera loco, el conductor no frenó y siguió su marcha mientras pregonaba una y otra vez: “¡Fin del camino! La bajada es por atrás”.

No entendía nada de lo que estaba pasando.

—Fue un gusto verte de nuevo... —repitió mi amiga mientras se levantaba de su asiento. Cabizbaja, se encaminaba a la puerta trasera.

—[...]

—Nunca vuelvas a tomar el autobús de las 9:20 p.m. Cuídate mucho.

De pronto, el camino dejó de sentirse, el agite de las llantas cesó y todo quedó sepultado en una oscuridad total, salvo los pequeños rincones donde las débiles luces tintineantes del viejo cacharro llegaban.

Entonces, como si cayéramos desde no sé dónde, en un instante quedé tan sujeto como pude de un tubo esperando lo peor, mientras que, a penumbras, alcanzaba a ver la silueta de mi amiga alejarse más y más de mí, hasta perderse en un inmenso fondo negro, seguido de un sonido tan estrepitoso que, para mi fortuna, logró despertarme de eso que parecía la entrada a la locura.

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