Una mañana salí de mi casa bien temprano porque tenía que hacer un examen bien machín a primera hora.
Tenía que caminar solo hasta el metro que estaba a unos 10 minutos, así que ya te imaginarás: un pobre vato escuálido andando por unas calles todas culeras sin luz a las cinco de la mañana.
Digo, era de lo más normal, pero ese día, al llegar a la cuchilla donde mi calle conectaba con la avenida del metro, en contrasentido salió una motoneta de ésas de las Italika con tres weyes montados…
Pero pasó algo extraño desde que aparecieron con sus faros prendidos. Digo, yo en ese momento me cagué del miedo, pero esto pasó:
El wey que venía manejando me rebasó como 10 metros y se siguió de largo. Y eso fue muy chingón porque me dio tiempo de echarme a correr en cuanto vi que se bajaron todos de la moto.
Lo bueno fue que siempre corrí como el diablo. Me fui hecho la ranfla hasta el metro.
Detrás de mí, por un momento, dejé de escuchar la moto siguiéndome, pero, en su lugar, habían mandado al más gordito a corretearme. Yo iba espejeándolo.
Pero ese día me había puesto una botas y no pude correrle tan chido. Además, ese wey iba aventándome piedras o no supe qué: sólo escuché objetos cayendo atrás de mí.
Y en ese momento, cuando ya la sentía adentro porque ya me había alcanzado, de pronto, escuché un putazote en el suelo, pero machín.
Al voltear, vi que el baboso se había embarrado en el suelo, pero yo seguí corriendo porque dejé de ver a los otros weyes.
Entonces, más adelante, se me cerraron en el cruce de una calle. Yo, de inmediato, me crucé al otro lado de la avenida y allí me paré frente a una combi. Me trepé y me les largué.
Vámonos.
Quizás ése fue el día que más cerca estuve de ser atracado por mis rumbos, pero cada noche, por ejemplo, ahora que vuelvo a casa a estas horas, pienso que esa suerte puede cambiar.
Camino por esa misma avenida con mi cobro en la cartera. Al lado, del otro lado de la calle, un sujeto con la cara cubierta con una capucha me sigue el paso, aunque lo veo algo temblorón… A lo mejor piensa que también quiero picarlo.
Pero, por fortuna, acaba de meterse en una de las casas. Ahora mi preocupación está en ese tsuru que viene atrás con las luces apagadas.
Llevo la mano a mi bolsillo y busco mis llaves…
El auto se detiene de golpe. Sus cuatro puertas se abren al mismo tiempo… Ya valió madre…
Pero antes de irme corriendo, veo un par de globos y un centro de mesa —venidos de un buen fiestón— salir de la parte de atrás, después, a una abuelita y a su familia. El conductor había bajado a ayudar.
Qué susto.
A unas calles de mi casa, metros más adelante, bajo la luz de un poste, está una señora llorando recargada en una pared; hace ademanes de angustia.
Detrás de un auto con el motor andando, hay un chavillo esperando con una navaja en la mano; está sentado en la banqueta junto a un Malverde.
De nuevo llevo las manos a las bolsas y preparo mis piernas para otra carrera… Sin perderles la vista, cruzo la calle y cambio de lado. Sigo caminando como si no hubiera visto nada, pero aquel chavillo vaya que me ve de arriba abajo.
Más adelante, le piso machín. Ni idea qué rollo allá atrás.
Al llegar a casa, mi madre pregunta cómo me fue. “Muy bien. No me picaron”, respondo y ella suelta un suspiro de alivio.
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