Había una vez un país en el cual los servicios médicos eran tan deficientes que, en los hospitales, los medicamentos desaparecían de la noche a la mañana sin dejar rastros —ni consumos—.
La salud era un privilegio que muy pocos gozaban; la mayoría de la población quedaba perdida en los laberintos de la burocracia y la informalidad.
Había una vez un país cuya gente pensaba que los cubrebocas eran una moda de invierno y las balas, la única causa de muerte.
Un país que la última vez que tuvo que preocuparse —en medio de dudas, escepticismo y teorías de conspiración—, once años atrás, no lo hizo.
Era una vez un país que comenzó a recibir las primeras muertes por el dengue y los mosquitos y, sin embargo, nadie lo supo. El zika y el chikungunya le resultaron a una minoría nada más que cosa de risa.
Pero entonces ocurrió algo que sí se supo:
Del otro lado del mundo, un virus mortal —de ésos que provocan un miedo casi escatológico— desató una pandemia: miles de contagios y muertes emigraron al resto de los países del globo en cosa de nada... países que superan, en cuanto a instituciones —por décadas—, al país donde la salud era un privilegio.
Un día se supo y, por un momento, todos pensaron lo peor, pues el virus había tocado la puerta de ese país.
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