Ir al contenido principal

El tiempo no sabe escribir novelas de amor

Por favor, si lees esto, solamente te pido no repetir mis pasos al terminar. No seas un idiota como yo, o una idiota. No creas que el tiempo sabe escribir.

Y es que veces uno comete el error de dejar que las cosas sigan su flujo por sí mismas, sin importar si sean para bien o para mal, pues, a final de cuentas absurdamente “el tiempo lo decidirá todo”. Creemos que el tiempo es un ser mágico todo poderoso sobre el cual se escribe la historia. Lo dejamos correr y dejamos que sea nuestro autor: pondrá un poco de esto por aquí y quizás compense un poco de esto por allá, más adelante.

Pero lo cierto es que nadie es lo suficientemente grande o sobrenatural para dictar siete mil millones de obras —y vidas— distintas entre sí.

Sucede que constantemente buscamos un porqué injustificable para nuestras acciones y, mientras tanto, nos perdemos en nuestros ideales; dejamos de conocer y comenzamos a imaginar… Nos separamos de la realidad. Dejamos de hacer el amor —de formarlo—, por ejemplo, y comenzamos a imaginarlo… a embellecerlo hasta el punto en el que deja de parecerse a la vida que llevamos.

Así me sucedió. Me enamoré, amé a alguien con todas mis fuerzas y, al final, por propia culpa lo perdí todo. Y lo cuento para que nadie más vuelva a cometer el mismo error. Porque es demasiado fácil perder el camino; es demasiado fácil descuidar a las personas, más, cuando se es alguien tan distraído como yo.

Conocí al amor de mi vida hace casi cuatro años y, desde entonces, encontré un sentido para la palabra “existir”; uno más hermoso que aquél que viene por defecto.  Me enamoré y fui verdaderamente feliz. Y no hablo de aquella felicidad momentánea que aparece tras haber obtenido algo, sino de la que es capaz de cubrir hasta los espacios más inalcanzables del ser... Cambié. Comencé a descubrirme a mí mismo: aquella chica hizo valorarme y quererme más con todo su amor.

Descubrí, por ejemplo, que podía liberarme de las ataduras que parecían irrompibles, como mi inseguridad y el imponente miedo a socializar. Tras unos meses comencé a saludar a la gente sin temor. También descubrí que mi sonrisa era agradable hasta cierto punto y que era bueno mostrarla a los demás. Incluso las camisas blancas y los zapatos de agujeta tan fatigosos comenzaron a sentirse cómodos. Descubrí mi amor por la ciencia y la fantasía. Descubrí tantas cosas…

Y no es un asunto de egolatría hablar de mí primero, sino que considero que es algo de provecho decir que una relación te hace ser una mejor persona —o peor, según sea el caso—, pues pareciera que la mayoría de la gente no se da cuenta de cómo repercute en los otros: pareciera que las emociones y los sentimientos brotaran de los físicos —o de la nada— y no, de las acciones. Las acciones son lo más importante.

Era increíble, pues, nuestra necesidad de estar juntos. No había tiempo de dormir si había que vernos al siguiente día. Colgar una llamada después de hablar cinco horas seguidas para después entrar en la ducha y salir corriendo cuanto antes se volvió una rutina; era una costumbre disimular el cansancio y el sueño, pero no, nuestras ganas de vernos y fundirnos en un abrazo. Así comenzó todo.

Ella solía darme, de vez en cuando, pequeños obsequios que no superaban siquiera una moneda de diez pesos: dulces y chocolates, o pequeñas figuras con las que sabría que me emocionaría. Yo, en cambio, trataba de comprar su comida cuando estaba ocupada por la mañana; algunas veces dejaba mis letras escondidas entre sus cosas; un par de oraciones para decirle cuánto la quería o ensayos completos cuando la locura se apoderaba de mí.

En una ocasión, por mencionar algo, vi sus ojos humedecerse mientras recorrían las líneas de una hoja amarilla que le había dado. En otra, ella conoció mi lado más temible; vio por primera vez mis expresiones de odio. Aquella vez comencé a temblar por el enojo. Apreté cuanto pude mis puños, pero, cual camión de bomberos respondiendo una llamada de emergencia, colocó su mano sobre mí y, en un instante, el fuego fue sofocado.

Recién descubríamos lo que el uno provocaba en el otro.

Hubo pequeños tropiezos —porque siempre los hay—. Nuestras inseguridades volvieron más de una vez a darnos pelea, pero volvimos a levantarnos después de cada caída. Tomamos nuestras manos para ponernos de pie y, como esponjas, nuestros hombros absorbieron cuantas lágrimas pudieron, llevándose consigo una parte —o un todo— del otro. Lo individual se volvió mutuo.

Filtramos nuestros problemas y nos hicimos más fuertes. Poco a poco nos volvimos indoblegables ante las adversidades: las peleas, los celos y los malentendidos no eran para nosotros. Éramos dos novatos descubriendo de qué trataba el amor: de defender sobre todas las cosas a esa persona que te llena el alma. Aprendimos a reírnos de las personas que no comprendían la enorme voluntad del enamoramiento.

Jamás sentimos algo tan reconfortante. Como si, al estrechar nuestras manos, algo —un chispazo, una sensación o alguien gritando desde nuestro interior— nos hiciera saber que no era la primera vez que nos veíamos. Nos pertenecíamos. Como si reconociéramos la misma energía que formó todo; como si nuestros corazones se llamaran al sentirnos cerca y como si ambos quisiéramos ir más allá de nuestra piel.

Pero alguien, por otra parte, abrió el camino hacia la realidad asegurándonos que no duraríamos juntos más de un año después de dejar la preparatoria. Y las personas más cercanas quedaban sorprendidas cuando preguntaban cuánto tiempo llevábamos siendo novios, como si uno o dos años fueran una cifra inalcanzable, elevada más allá de la comprensión.

Y es que, efectivamente, mantener una relación requiere de un esfuerzo de voluntad casi sobrehumano. Y no culpo a nadie. Las condiciones en las cuales nos desenvolvemos diariamente parecieran estar hechas para sofocar al amor. Es como emprender un viaje sin destino en un vehículo que nadie sabe maniobrar, en medio de un mar que escupe, con violencia, enormes olas de comentarios, opiniones, críticas, miedos, celos y miradas.

La corriente va a prisa y el amor necesita paciencia... O quizá sea el amor el que vaya más rápido... Sus porqués no responden a sentimentalismos. El amor debe tener una justificación a prueba de incongruencias. Debe ser lo que dicta la realidad. Debe verse dónde empieza y dónde podría acabar; se vuelve crítico y, al mismo tiempo, escéptico.

Nosotros descubrimos aquella cosa tan incomprensible: nos encontramos. Nos enamoramos. Pero hubo un problema: dejamos de coincidir con la realidad.

Éramos tan diferentes: yo era de letras y ella, de números. Y tampoco éramos partículas cósmicas que sobrevivieron a la eternidad; éramos personas; seres humanos con necesidades y prioridades.

Durante meses y meses, el tiempo fue nuestra excusa para seguir amándonos.

Ella me soportó cuanto pudo y yo pensé que el tiempo era para siempre. Habría de sobra para mejorar y cambiar aquella sensación que me delataba cuando mi novia corría a los brazos de sus amigos con una emoción mucho mayor que la que yo le provocaba. No sabía que el tiempo no sabía escribir novelas de amor.

Yo nunca aprendí a bailar ni a divertirme y ella nunca aprendió a aburrirse sin bailar. Irónicamente, la hice conocer la danza —una de mis actividades favoritas— y llegó a amarla como yo. Me amaba y me buscó en la danza, y yo disfruté con ella. Pero jamás busqué bailar con ella.

La universidad comenzó a distanciarnos: nuestros horarios dejaron de coincidir y también nuestro tiempo libre. Nuestro caparazón comenzó a agrietarse: caían los pedazos y nuestras inseguridades quedaron al descubierto. Pero seguíamos estando juntos y eso era algo muy bueno —porque permanecer juntos más tiempo que los demás siempre es algo muy bueno—.

Comencé a idealizarnos sin considerar nuestras diferencias; olvidé que las diferencias son aquello que vuelve crítico al amor. Los sentimientos dejan de ser importantes si la relación no tiene sentido… y no la tenía.

Nunca me di cuenta del daño que hacía mi indiferencia: todas las veces que abrí mi boca para dar mi opinión y todas la veces que tuve que decirle que no por caprichos míos. Claro que tenía razón al estar decepcionada de mí si la persona que más amaba en el mundo se rehusaba a divertirse con ella. Ella me buscó y no la seguí.

Y ahora me arrepiento de todo: de no haber llenado mi carrete de fotos con ella y hacer comentarios hermosos como lo hace la gente normal, para darle envidia al mundo; de jamás haberla sacado a bailar... Hubiera sido magnífico si tan sólo hubiera sabido cómo. De haberle regalado una flor, como lo hacen los otros chicos… Si tan sólo alguien me hubiera golpeado antes para hacerme entender que mi incomodidad de volver a pisar aquel salón —que ella amaba— era nada más un capricho mío...

Si tan sólo alguien me hubiera dicho que ni el amor ni el tiempo duran para siempre...

Si tan sólo hubiera aprendido a decirle que no a las personas correctas. Si tan sólo le hubiera gritado, con todas mis fuerzas, a la otra persona que más amo en la vida porque hizo sentir mal a mi novia. Si solamente hubiera sido un poco menos aburrido nada de esto estaría pasando.

Pero el tiempo no da vueltas atrás. No existe ninguna forma de regresar y remendar los errores. No hay un botón para reiniciarlo todo, aunque eso sería hermoso. Los sentimientos no importan absolutamente nada si no se demuestran. La gente se aburre y se va. Nos volvemos autocríticos.

Claro que el amor de tu vida puede decirte que no te quiere más, que se ha aburrido o que no le eres suficiente, como me pasó. Fui feliz y lo perdí todo. Busqué la perfección en el mundo de los sentimientos, de la fantasía y de las letras, y olvidé volverlo realidad.

El amor no está allá arriba; no hace falta buscarlo en los confines del universo, pues se halla frente a ti, tomando tu mano. Se halla en las acciones —en las iniciativas— que ayudan a formarlo y no, en las palabras que nacen de los sentimientos, ésas no se materializan… Las personas se cansan de esperar algo de ti.

Me arrepiento de haberle dicho a tantas personas que todo estaba bien cuando, realmente, todo se estaba derrumbando. Verdaderamente soy un completo idiota que lo perdió todo.

La verdad es que tampoco sé escribir novelas de amor.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Los que no saben bailar

El hombre frente a mí tiene la cara agria, el ceño le pesa y tuerce la boca de un lado a otro. Tiene puesta la mirilla en la espalda escotada de su esposa, quien baila salsa con un muchacho alto que se levantó para llevarla a la pista hace rato; van ya por la tercera canción al hilo y no se separan, incluso han comenzado a charlar. Al hombre empieza a darle un tic en el párpado izquierdo, que contiene con bruscas gesticulaciones, con el entrecejo apretado. Pareciera estar a punto de jalar un gatillo que estallará la pólvora que hay en sus ojos. Pero hace una pausa para dar un sorbo a su bebida mezclada con cola. Cuando deja el desechable sobre la mesa, la música cesa con las ovaciones de los presentes. El muchacho agradece a la mujer de vestido verde y ésta vuelve a su silla, exhausta, a un lado de quien iba a ejecutarla, a la distancia, hace unos instantes tan sólo. —¿Cansada? —pregunta el hombre de corbata azul cielo al mirar las mejillas chapeadas de su mujer. —Sí —contesta el...

¡Échale flit!: Crónica de un primer beso con insecticida

Arantza no paró de molestar: antier, no dejaba de pellizcarme las piernas por debajo de nuestro pupitre, cada vez que el profesor Misael se alejaba al fondo del salón. Se reía como loca, con ese diente de metal que siempre se le asoma cada que abre la boca. Un pellizco y jijijí. Otro pellizco y jijijí. ¡Qué coraje que me hayan cachado justo cuando iba tomando vuelo para pegarle un puñetazo en la cara! “Pero ¡¿qué te pasa, José? ¿Qué vas a hacer?!”. El profesor no escuchó mis quejidos toda la clase; pero sí, el gritote que dio Arantza cuando me levanté frente a ella todo enojado. Cuando volví de la dirección, ya no estaban ni mi lápiz ni mis colores en mi lapicera, ésos me los acababa de comprar mi mamá. Pero la profesora Patricia sí escuchó cuando le grité a Arantza que me los entregara; ella ya sabe que es una ratera, y que yo nunca digo mentiras. La regañó feo frente a todos; pero sólo tuve de vuelta mi lápiz, quién sabe dónde escondió lo demás. Cuando íbamos a esculcarla, abrazó s...

Que leer no sea un cliché

Ayer, 23 de abril, fue el Día Internacional del Libro , y entre montones de publicaciones, no puede evitar escribir sobre algunos de los clichés en los que se ha vuelto promocionar la lectura o hablar sobre libros. Tantas repeticiones orillan a pensar a la misma lectura como un cliché. Pero ¿cómo algo tan íntimo como la lectura podría ser un cliché, algo repetitivo, gastado, sin mayor gracia y que está de sobra? Bien, son varios casos los que obligan a considerarlo, a quitarle esa categoría casi mágica a leer, pero hay que empezar con los malos lectores . Y no, un mal lector, para empezar, no es aquella persona que no ha leído a los clásicos, ni mucho menos, quien no tiene habilidades para retener información, recitar en voz alta o leer cosas complejas como un Ulises, sino aquélla que no sabe practicar la literatura que lee. Y no, llevar la literatura a la práctica no quiere decir que haya que escribir más literatura, o que haya que aprehenderla —con h— para alardear de ella an...