No sé qué pensar. No sé qué hacer ni cómo reaccionar.
La veré en unas horas, como siempre, pero esta vez no será igual, no más. No somos nada. Así me lo hizo saber después de casi cuatro años juntos, y así se lo hice saber también con mis acciones inconscientes.
Sé que mañana por la mañana, cuando la vea, su mirada ya no será la misma; ya no brillará al verme: se apagará y se volverá gris. Sus palabras, de igual forma, se limitarán a contestar solamente lo que pregunte; nada más ni nada menos, pues no deberá mostrar señal alguna de debilidad. No sé si en su interior haya algo todavía de mí que le provoque un chispazo.
Jamás vi un rostro con una inexpresividad tan calcinante, con la mirada fijada en la nada, sin emoción alguna que brote...
Me produce un miedo descomunal; un temor profundo que ahoga con el silencio, pues temo que, en efecto, se haya olvidado ya de mí. Que la decepción que le provoqué halla robado todos nuestros momentos de felicidad que tuvimos, y que mi máscara de imbécil haya cubierto por completo lo mucho que la quise; que la amé. Que mi daño haya sido tan severo que necesite, inmediatamente, sofocarlo en alguien más.
Es verdad que me merezco todo al no haber otro culpable, pero es verdad también que nadie podría soportar observar una mirada sin fondo para siempre: quedar encerrado en un pozo donde la única compañía serán los celos más que justificados —ésos que nunca pude sentir hasta ahora—, la incertidumbre y el latente miedo al olvido.
Y es que sé que todo debe seguir su camino, incluso el mío sin ella, pero eso, precisamente, es lo que más me aterra: no por el paso hacia la soledad, sino el que da hacia el olvido; hacia la cotidianidad. Me preocupa que ambos nos enamoremos nuevamente de alguien más, y que ese alguien más haga olvidarnos el uno del otro: las fotografías dejarán de significar y perderán su encanto: irán a la basura porque sólo ocuparán un espacio que ya no está…
Las letras dejarán de recordar todo lo que fuimos, y la memoria, nostálgica quizá, convertirá las risas en dolor, y el dolor, en una simple anécdota al cerrar la caja. O quizá todo sea al revés, como es más seguro de ocurrir: encontraremos lo que nunca pudimos obtener o dar: sentiremos magia al bailar con alguien y no podremos dejar de escuchar asombrados todo lo que el otro tiene que decir. Seremos sumamente felices y nos opacaremos.
Pasaremos, de vez en cuando, de boca en boca, con algún amigo o con el amor de nuestra vida: nuestra intimidad se volverá pública por fin. Alguien más sabrá qué defectos tenían nuestros cuerpos; reirá o se asombrará de las cosas que sabíamos hacer, y, al final, deberemos justificar que aquello fue más que insignificante o que nunca importó nada.
Nos volveremos ese temido “alguien más”, de la misma manera como volvimos alguien más a otros en el pasado.
El tiempo va a prisa y, tal vez, cuanto más pronto suceda todo esto será mejor, pese el daño que pueda costar.
Y ése es el miedo que ahora me provoca su mirada: que ya no haya nada; que todo vaya desintegrándose a prisa —y muy lentamente para mí— conforme experimenta nuevas cosas.
Aunque no la perdí de la noche a la mañana, lo hice hace mucho cuando comenzó a abrazar a las personas con mayor fuerza y sentimiento que a mí, cuando dejé de volverme interesante y cuando mis palabras dejaron de llenarla. Cuando perdió el miedo de llamar amor a cualquier persona que hiciera lo que yo no podía. Cuando sólo sus palabras podían seguir queriéndome, mas no, sus sentimientos.
Tengo miedo de todo, pues soy un experto en fracasos. La única cosa que me mantenía en pie era saber que todavía me amaba, pero cuando la escuché decir que ni siquiera me extrañaba, y que, en menos de unos meses, alguien la había mucho más feliz que yo en todo este tiempo, caí desplomado al suelo.
No sé si el enojo golpeó más fuerte que la impotencia, o si, simplemente, el miedo me paralizó. No lo sé. Pero debo admitir que aquella mujer se volvió sumamente fuerte como el acero: al final no derramó una sola lágrima frente a mí y, cuando estuvo a punto de caer, golpeó con más fuerza; se hizo de piedra; se volvió inexpresiva.
Y ahora estoy indefenso, pues nada de lo que hice sirvió y nada de lo que haré servirá. Mucho menos mis palabras importan ya. No hay nada más que silencio. La historia comienza a borrarse —a reescribirse o a sobrescribirse— y no hay marcha atrás… Eso lo sé…
Ahora me hallo parado frente a ella, desnudo y al borde del llanto y la desesperación.
Estoy aterrado, pues posiblemente sea la última vez que esté frente a mí, que pueda tocar su cara sin que retire mi mano…
Quizás,
aunque es demasiado tarde y para nada justo, pueda darle un último beso, o
abrazarla con la últimas gotas de amor que quedan, pues, ahora que ya no tengo
nada, me he vuelto inexpresivo.
Comentarios
Publicar un comentario