Rayones y espacios en blanco
No sé qué soñé exactamente; no lo recuerdo. Quizás haya sido una horrible pesadilla, o tal vez otro de esos sueños aleatorios sin sentido, no lo sé, pero salté del sofá.
Al despertar, todo estaba escrito dentro de mi cabeza: era como ver un guion en papel… el primer borrador de algo grandioso.
Tomé mi computadora, pero no encendió. La dejé allí junto a la mesa nuevamente y fui por mi teléfono antes de que la proyección dentro de mí desapareciera, pero estaba totalmente descargado. Como un desquiciado, giré rápidamente los apagadores de la habitación, pero nada pasó. La tormenta se había llevado la luz, al parecer.
Finalmente había llegado el momento de desempolvar mi vieja libreta de apuntes. Fui por ella y la coloqué sobre la mesa del comedor, justo bajo el azul de unos rayos que apenas alcanzaban a colarse por la ventana. En unos minutos coloqué y encendí algunas velas alrededor de la mesa, como si de una sesión espiritista se tratara. Remojé mi pluma en el tintero y, por fin, comencé a escribir:
“Una chica me habló hace unos momentos, me dijo que era la muerte y que necesitaba hablar conmigo. Yo estaba aterrado. En sus manos sostenía un viejo escrito hecho por mí hace un año, el mismo que arrojé al fuego hace unos días en medio de un ataque de tristeza; no quería saber más de él… Pero allí estaba de nuevo frente a mí…
Al parecer, váyase a saber cómo, sus cenizas llegaron hasta donde la muerte se encontraba descansando y ésta, intrigada, las convirtió nuevamente en papel. Dijo que quedó conmovida al terminar de leer. Entonces vino a verme porque quiso saber cómo me encontraba”.
En un momento, dejado llevar por la prisa, uno de mis ademanes derramó toda la tinta del frasco por accidente; se esparció por toda la mesa y por debajo de mi libreta.
Fui por un trapo para limpiar el desastre. Demoré bastante puesto que es difícil buscar en la oscuridad.
Pero, al volver, la mancha se había ido; no estaba, aunque ésta cubría la mitad del espacio. Dejé el trapo y, muy confundido, me senté de nuevo a escribir.
Mi libreta estaba en blanco…
Todo lo que había escrito hace un momento no estaba, como la horrible mancha que se había ido. Entonces quedé viendo fijamente el papel vacío por unos minutos. Extrañado y con el ceño fruncido, giré rápidamente mis ojos hacia todas las direcciones y agité mi cabeza. “Quizá no debí levantarme”, pensé.
Apagué las velas y fui a la cocina por un vaso de agua; volvería a dormir cuanto antes; la oscuridad había comenzado a jugarme bromas.
Cuando dejé mi vaso en el fregadero, noté que una luz iluminaba el pasillo, salía del comedor.
Efectivamente, había olvidado apagar una vela —o ésta volvió a encenderse—. Antes de extinguirla nuevamente con un soplido noté que mi libreta no estaba en su lugar. Entonces fui interrumpido:
—¿De verdad crees que la muerte te haría caso? Mírate, a la última persona que te amó ni siquiera le interesas ahora, ¿por qué ella habría de hacerlo? —dijo una voz tan grave como la mía.
Vino del otro lado de la mesa.
Detrás de la vela, estaba una voraz mancha de tinta sentada en una de las sillas; su cuerpo líquido reflejaba el halo de luz frente a ella. Estaba sosteniendo mis apuntes. No tenía cara ni forma, pero sin duda estaba leyendo.
—¿Tiene algún sentido refugiarse del mundo real en la fantasía? —preguntó mientras reía—. Tú ni siquiera hiciste esto alguna vez —repitió mientras señalaba algún párrafo de hojas atrás—. Y esto, definitivamente nunca pasaría algo así.
—¿Algo de eso te molesta? —interrumpí.
—¡Por supuesto que me molesta! —exclamó—. ¿No te das cuenta de que lo único que tuviste para dar no existe?
Jalé aquella silla y tomé asiento frente a la mancha. En medio de la oscuridad, la vela era el único objeto que nos distanciaba el uno del otro.
—¿Qué haces aquí y por qué estás tan molesto conmigo?
El silencio se hizo presente. Por un momento, solamente pudieron escucharse las gotas de lluvia que rascaban el techo.
—Porque has creado un monstruo que no existe… —respondió entre sollozos.
—¿He creado un monstruo? ¿Qué quieres decir?
—Sólo mírame, José. No tengo forma alguna; la he perdido por tu culpa…
»Antes era feliz, cuando escribías sobre tus aventuras de la adolescencia con tus amigos y tu familia… Como esos viajes a la luna con Natalia, ¿recuerdas?
»La felicidad me inundaba todos los días que abrías tu libreta. Pero ahora, cada palabra que escribes me quema; como el mismo fuego consumen mis recuerdos. ¿Es que no tienes piedad? —concluyó.
—¿A… Acaso tú eres…?
—Soy tú: soy todas tus historias, todos tus sentimientos y emociones que están atrapadas en este cuerpo hecho de tinta y de nada… Tú mismo me has hecho dar cuenta que no existo y, sin embargo, aquí estoy pidiendo tu atención.
Con una de sus extremidades atravesó su pecho y de él sacó un par de hojas arrugadas.
—Partículas que viajan por el espacio sideral y se enamoran. —Colocó la primera hoja húmeda sobre la mesa y continuó haciéndolo dos y tres veces más—: Un sujeto que muere a manos de su amor. Estrellas que explotan por su soledad y una muerte que separa un matrimonio… ¿Sabes cuánto daño me han hecho tus escritos? —dijo mientras colocaba violentamente la última hoja sobre las demás.
Quedé viendo fijamente sin decir nada un momento.
—No… tenía idea del daño que te estaba provocando…
—Mi interior es un desorden —interrumpió—. Hay cascadas de lágrimas que inundaron todos mis recuerdos felices; se los llevaron. Hay un remolino que destruyó todo: son tus emociones que no supieron qué hacer y me destrozaron.
Aquella cosa se oía desesperada, aunque no expresaba odio alguno, sólo tristeza y enojo.
—Siento mucho escucharte así... —No encontré más palabras para justificarme—: Pero debo decir que ni yo mismo puedo solucionarlo. No puedo dejar de escribir por más que lo quiera… De lo contrario… De lo contrario me sentiría igual o peor que tú.
»Lamento mucho que la tristeza se haya comido esos bonitos recuerdos que te formaban… Los extraño demasiado, pero ahora tengo que escribir cosas nuevas.
—Pero estás acabando lo que existió con lo que nunca existirá: ni siquiera puedo ver lo que me hace daño; lo que no está me hace daño.
—Claro que lo que no está más hace mucho daño, es por ello por lo que tengo que escribir desesperadamente, ¿sabes? También los recuerdos felices comienzan a hacerme mucho daño.
»Debo llenar ese espacio… Hay que encerrar todas esas historias que están causando desastres en el interior de alguna manera…
—En páginas en blanco —intuyó la mancha.
—Así es… —respondí.
Ambos permanecimos en silencio de nuevo mirando la llama que consumía la vela.
—Sin embargo —siguió la mancha—, ¿tendré que seguir sufriendo mientras eso pasa? ¿Tendré que seguir soportando los estragos de un corazón roto?
—Temo que sí, ya que sí no lo hago, como te dije, sería yo quien sufriría.
—Es que no me parece justo —replicó enojado—. Es bastante egoísta… Temo decirte, también, que te has convertido en tu propio dolor; ése con el que quieres terminar desesperadamente. A mí me has convertido en dolor.
—[…]
—Las personas no se dan cuenta de todo el daño que provocan cuando son egoístas —continuó—; no les importa mirar hacia atrás.
—Eso no es…
—¡Cállate! —exclamó—. A ti alguien te destrozó y ahora estás acabando conmigo también, con los recuerdos que adoro… con mi historia… No considerar eso te hace bastante egoísta.
»Para ustedes es fácil: acaban y se marchan para no volver. Pero, además, no conformes, deben borrarlo todo como si la vida fuera un boceto hecho a lápiz, ¿no es así?
»Los sentimientos no pueden borrarse, José. Mírame otra vez… Ya no puedo distinguir qué me hacía feliz… Estoy lleno de rayones… Soy una mancha que no puede distinguirse más.
Había comenzado a llorar. Estaba de pie viéndome fijamente. Era intimidante.
Entonces puso una de sus
extremidades chorreantes sobre la mesa y se acercó. Antes de llegar a mí, la
vela se apagó.
Comentarios
Publicar un comentario