Al día siguiente, simulando un feminicidio, todas desaparecerían. Los hombres no tendrían esposas que amar, ni los patanes mujeres que custodiar. Platos del desayuno guardados y un espacio vacío insufrible que, no obstante, ya se sufría…
Había una vez un país cuyas mujeres convocaron a una marcha nacional integrada por ellas mismas.
Había una vez un país cuyos hombres obsequiaban flores a las mujeres cada 8 de marzo para ser más hombres.
Las mujeres que vivían en ese país, sin embargo, no vivían.
El miedo imperaba en las calles mientras que, en la seguridad de los hogares, por otro lado, reinaba la opresión.
Ninguna podía vestir como más quería allá afuera porque era inseguro; podían violarlas. Tampoco en los hogares podían hacerlo porque era algo indecente; podían juzgarlas.
En sus códigos y en el pensamiento colectivo estaba escrito que divertirse —siendo mujer— era el equivalente a querer la muerte más violenta…
Había una vez un país cuyas mujeres guardaban muy dentro de sí un resentimiento hacia ellas mismas que se hacía cada vez más grande. Estaban hartas, inclusive, de que otras mujeres les dijeran qué estaba bien y qué no.
Eran mujeres que portaban un pañuelo color verde en sus mochilas para que otras supieran que podían contar con su ayuda en cualquier momento —cuando el miedo se apoderara de ellas allá afuera—. Era la sororidad.
También eran mujeres que llamaban “feminazis” a otras mujeres que actuaban como sólo un salvaje lo haría, como aquéllos que oprimen, violentan, asesinan y se deslindan de cualquier responsabilidad en un segundo. Creían que alzar la voz era sinónimo de locura y preferían callar.
Pero un 8 de marzo, precisamente, al atardecer, las calles ese país se pintaron de morado: eran todas sus mujeres inconformes reclamando la seguridad que se les había quitado.
Ese día, pese a que el suelo temblaba, y aunque por unas horas, ninguna mujer tuvo miedo.
En las calles no solamente hubo jóvenes revoltosas que no sabían lo que querían. Hubo niñas que sabían que no querían seguir muriendo, ancianas que sabían que era la oportunidad de frenar lo que en su tiempo era imposible; madres que no querían seguir viendo morir a sus hijas y padres que alzaron la voz porque sabían que ésa no era una vida para las suyas.
Inclusive las más inamovibles, quienes utilizaron alguna vez la palabra “feminazi” y quienes no eran representadas por las mujeres que vestían de morado —por mera curiosidad, quizá— observaron cómo podría verse su última fotografía bajo la leyenda de “¿La has visto?” …
Entonces quedaron calladas… Entonces hasta el hombre más hombre tembló por unos segundos cuando vio a su hija o a su hermana perdida en esa imagen. Descubrió incluso que él era el monstruo, o que éramos nosotros.
Todas lo supieron: había una oportunidad —enorme, pequeña, pesimista o esperanzadora— y había que aprovecharla.
Algo las orilló lejos del miedo y la inseguridad. Comenzaron a publicar historias que mantenían en silencio: historias sobre impotencia y sumisión, sobre hombres con miradas lascivas y relaciones llenas de violencia. Historias que ni la persona más valiente del mundo hubiera decidido contar así nada más… Pero ellas sí.
Al día siguiente, simulando un feminicidio, todas desaparecerían. Los hombres no tendrían esposas que amar, ni los patanes mujeres que custodiar. Platos del desayuno guardados y un espacio vacío insufrible que, no obstante, ya se sufría…
Sería un día sin mujeres… Mujeres que resistieron las adversidades de ese país. Mujeres indestructibles que se cansaron. Mujeres que, un día antes, alzaron la voz. Mujeres que, un día antes, no tuvieron miedo
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