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El día que no perdí a nadie

 


Al final, como una mala broma, no había pasado nada, pero dentro de mí pasó todo…

Contaré algo que acaba de sucederme hace unas horas:

Hoy por fin recibí ese temido mensaje que cala hasta los huesos, y que detiene el corazón, ese mensaje que, sin embargo, miles de personas habrían querido recibir antes de la peor noticia de su vida: antes de ser notificadas de que han encontrado el cuerpo de su hija, madre, hermana, novia… el cuerpo de su ser más querido.

Al atardecer, llegué a casa exhausto, arrojé mis cosas de danza en un sofá y me dejé caer en otro para dormir el resto de la tarde; pero mi madre me levantó justo antes de cerrar los ojos, quería que fuera a recargar su teléfono a la tienda para hacer una llamada. Y así lo hice.

Antes de cerrar la puerta, con un pie aún dentro de casa, mi celular sonó: era un mensaje de texto rápido pidiendo ayuda con una ubicación exacta anexada, un par de fotos incomprensibles y una nota de voz inaudible. Jamás había recibido uno de ésos, de los que configuras cuando estrenas un nuevo teléfono celular, los que son enviados a tus contactos de mayor confianza —o cercanía— en caso de estar en una emergencia.

Quedé paralizado. Esperé unos minutos para que un nuevo mensaje llegara, uno que aclarara los anteriores, que explicara que no habían sido enviados con intención, sino por una equivocación de los dedos. Pero en su lugar apareció otro mensaje con una nueva ubicación al otro lado de la ciudad.

Corrí. Sólo pude correr. Mis piernas aceleraron sin voluntad; la incertidumbre las golpeó con sus espuelas puntiagudas. Salí disparado.

Camino hacia no sé dónde, usé la recarga de mi madre para mí porque nunca tengo crédito y lo necesitaba. Quité a cuantas personas pude de mi camino y seguí corriendo. La carretera nunca es una buena opción por la tarde, cuando el sol pega más fuerte y entorpece a los conductores, así que decidí usar el metro. Tampoco era la mejor opción, pero sabía que el tiempo era crucial; serían un par de horas o no sería nunca… Como aquel sujeto que recibió mensajes de auxilio de su amiga antes de ser asesinada por un conductor; el miedo —quizá— lo paralizó, paralizó sus dedos para volver a llamar y pedir ayuda.

La llamé para solucionar las cosas, colgué y volví a intentar una, dos y diez veces hasta que su teléfono —quise creer— se apagó. Entonces comenzó el verdadero terror; también, las negociaciones conmigo mismo. Es decir, sabía que podía estar en peligro, como decían sus mensajes; pero sabía que podía estar bien, comiendo, tal vez... riendo sin ninguna preocupación con su pareja… Comencé a temblar.

Llamé a su madre y a su amiga. La policía me dejó en espera y no había tiempo para esperar. Había pasado una hora ya… Los temblores de mis piernas avanzaron hasta mi garganta y quedaron atorados en un enorme nudo de preocupación, de incertidumbre.

El GPS indicaba que los mensajes venían de calles más adentro, a unos veinte minutos a pie; sin embargo, no tenía tiempo ni dinero… En el bolsillo de mi pantalón habían sólo pedazos de papel y un anillo sin dedo.

Me quité la vergüenza y comencé a pedirle a las personas en el vagón, y afuera a quienes esperaban el tren, un poco de dinero, sin importar cuánto. Dio resultado: de mano en mano, llegaron hasta las mías poco más de quince pesos… Recordé lo que mi madre dice: si pides de corazón, con el corazón te contestarán. Aunque nunca lo había hecho antes, funcionó. Agradezco incluso a quienes desconfiaron de mí con su expresión. Sé que no es fácil creer historias contadas en diez segundos.

Al salir del metro, hundido en la desesperación, comencé a correr por la calzada hasta que paré un taxi vacío. Le dije al conductor que no podía darle mucho, que por favor me llevara al pin que marcaba la pantalla de mi teléfono y así lo hizo sin chistar: fue comprensivo y pisó el acelerador. Antes de bajar, me advirtió que tuviera cuidado. Agradezco muchísimo su ayuda y su preocupación.

Cuando llegué al norte de la ciudad, a unos 22 kilómetros y a una hora y media de casa, vi una enorme plaza comercial en la cual había que hallar el lugar exacto de los mensajes. Entré sin saber exactamente qué hacer y fui a hablar con todos: con los sujetos trajeados que cuidaban la entrada principal, las empleadas que recibían  una tienda de cosméticos, los sujetos de la caja de un restaurante quienes, muy solidarios, me invitaron a pasar a buscar a mi persona perdida —aun con la posibilidad (y la humillación) de solamente quedar parado frente a ella al encontrarla—.

Fui con el bartender de un club que había al fondo y pasé por cada una de las mesas buscándola —así, sana y salva—, con el personal de seguridad, y con las personas que paseaban por allí; a todas les enseñé una fotografía de ella en mi celular; a todas les describí cada uno de sus rasgos: su estatura, su complexión e, incluso, los detalles que no se ven… Pero todas, aunque preocupadas, movieron hacia ambos lados la cabeza.

Más tarde, alguien reconoció el lugar exacto de las fotos de la ubicación; era en el último piso y para allá fui. Sería la parada final, después no sabría a dónde más ir, si con la policía o a su casa, pero iría de todas maneras... Sin conocer mi paradero porque sólo el de ella importaba.

Asomé la cabeza cuanto pude a la vez que secaba mi sudor: era imposible reconocer a mi persona entre tantas caras juntas. Recorrí todo el lugar nervioso, apurado, pero no estaba allí. Me aseguré, eso sí, de que todos vieran su fotografía al menos una vez para reconocerla.

Su amiga seguía ayudándome. Llamó y llamó con personas distintas.  Ella me había enviado las fotografías. Estaba tan asustada y preocupada como yo.

Pero nadie, ni el personal, había visto nada ni a nadie. Y es que uno no anda memorizando cada rostro que ve entre las multitudes. 

Comencé a ponerme histérico, pues empezaba a oscurecer y no sabía a dónde más ir. Entonces alguien llamó: un número desconocido.

Era su voz. Era ella diciendo desconcertada de todo lo que había pasado que estaba muy bien. Lo único que pude exclamar en ese momento fue “¡Gracias a Dios!”, mezclado con una fuerte exhalación, como si, en efecto, hubiera encontrado a alguien que estaba perdida, pero que, gracias a Dios, nunca lo estuvo. 

En efecto, se había quedado sin batería, y el porqué de los mensajes de ayuda, bien, irónicamente, uno nunca sabe bien cómo activarlos, o cómo no hacerlo.

Al final, como una mala broma, no había pasado nada, pero dentro de mí pasó todo…

Pude respirar cuando escuché su voz. El nudo que había formado el miedo se deshizo. Mi cuerpo dejó de pesar. Entonces, sin más, me solté a llorar en una banca en medio de todas las miradas desconcertadas... como si alguien me hubiera pinchado con una aguja siendo un globo de agua. 

Lloré porque no perdí a nadie. Lloré preocupé demasiado. El miedo me envolvió con un par de mensajes de texto; me arrancaron por unas horas —en mi incertidumbre— aquello que el país diariamente les arranca a sus habitantes: la vida, la de sus seres queridos.

Leer las primeras planas cada día y saberlas de memoria me provoca mucho miedo… Porque sé que solamente hace falta esperar —nada más— para que alguien desaparezca de la nada.

Todo ese miedo hoy me provocó todavía más miedo. Nunca me sentí tan aterrado. Ni siquiera la posibilidad de tratarse de una simple confusión pudo tranquilizarme un solo segundo. Y es que muchas personas habrían querido recibir un último mensaje de su ser más querido, aunque fuera uno preprogramado… Aunque, al llegar, nada hubiera pasado.

Hoy, pese a que salí a buscarla sin rumbo, pese a que hice mucho escándalo por todos lados, no hice nada. Hoy no pasó nada. Hoy no perdí nada. Hoy no perdí a nadie de nuevo ni para siempre... ¡Gracias a Dios!

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