Se ha detenido en una esquina para ver una imagen suya pegada. Una leyenda advierte que regrese a su casa, pero no sabe dónde queda; no recuerda de dónde vino.
Entre declaraciones a boca suelta, especulaciones apresuradas y entre incógnitas sobre murciélagos y pangolines, ha perdido su origen.Está confundido.
Al pasar por un local escucha a alguien hablando en la tv: “Se trata de un enemigo sumamente peligroso. Extreme precauciones”.
Pero desconoce su propia peligrosidad. En cambio, conforme camina, comienza a descubrir los peligros del país donde se halla.
Frente a él, una patrulla se dirige a la próxima escena del crimen. Reportan varios cuerpos desplomados sobre el asfalto a unas calles, todos con heridas de bala.
Algunos, evidentemente, no están muriendo por la epidemia.
Más adelante, al pasar frente a un hospital, unas gotas de café alcanzan su abrigo.
A sus espaldas, un sujeto acaba de arrojarle café hirviendo a una enfermera. Éste, en medio de gritos, comienza a culparla por propagar la temida enfermedad.
Con enojo aparta a aquel sujeto de inmediato y sigue su paso, no sin antes haberle tosido un poco en la cara…
Un contagiado más cuya vida, posiblemente, tenga que decidirse entre otra en uno de esos volados de allá adentro.
De vez en cuándo se detiene a husmear en las casas. En una de ellas está el presidente; se le ve preocupado. Sostiene una lista con los números rojos… pero no son de muertos, sino de su petróleo.
Detrás de otra ventana, un hombre alcoholizado golpea a sus hijos. Ha encontrado algo que hacer en su encierro.
Conforme se aleja a la periferia, las calles se llenan de gente, la que no cree en los virus, pero cree en el hambre.
Ahora está sentado frente al televisor en un hotel de paso. Ha despedido otro estornudo.
No entiende cómo pudo producir tal desastre.
De igual forma, al cerrar los ojos habrá muerto. Despertará en aquel sujeto que tocó.
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