8:00 de la mañana. Mis párpados se abren bruscamente después de haber escuchado un infernal aullido.
Afuera, del otro lado de la calle, lamentos y ladridos de agonía llegan penetrantes a los oídos trasnochados del vecindario… Las peores súplicas de piedad jamás oídas en un animal casero.
Es otra vez ese perro que nadie ha visto todavía desde que llegó a la casa de enfrente.
Algunos vecinos dicen que se trata de un perro tan fino que no puede mezclarse con los callejeros que andan afuera, posiblemente de una raza muy grande, pues sus desgarradores aullidos son, sin dudas, los más potentes de la colonia.
Desde que llegó, casi nadie recuerda el sonido de las balaceras a las 3 de la mañana; cambió el temor al despertar por ira acumulada y sueños cortados.
Más tarde, un huevo revuelto con pedacitos de chile verde está frente a mí con las primeras planas del periódico.
Afuera, la nota roja también se pregona en un Chevy color blanco por todas las calles, pero yo busco en la radio un poco de jazz para acompañar mi siguiente lectura: el reportaje especial de esa costosa revista que ningún repartidor quiso traer hasta mi puerta. Pero antes de girar la perilla, a todo volumen, un corrido tumbado, el primero de cada lunes, entra bruscamente por los tímpanos. Son los pepenadores de basura que comienzan a trabajar allá atrás bajo los primeros rayos del sol.
Justo después, aquél odioso perro comienza a ladrar; al parecer tampoco le gustan los corridos ni la nota roja, ni su vida ni nada… Sancho, un perro callejero, al escucharlo seguramente preferiría no tener ese hogar del que salen aullidos cada mañana. Se levanta del suelo y lanza olfatos al aire: alguien acaba de dejarle restos de sopa y un bolillo en la banqueta.
9:30 a.m. Buenos perros días.
Comentarios
Publicar un comentario