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Bailarines de pies anchos y arte de papel

 

Si hubiera que describir a un bailarín, sería imposible pasar por alto la gran complejidad que ellos mismos se atribuyen dentro del mundo de la danza que han creado.

La danza, de por sí, es un asunto complejo: hay sufrimiento por aquí y autosuperación por allá; disciplina por un lado y, por el otro, una búsqueda incesante del cuerpo humano hacia su libertad.

Ser bailarín o bailarina no se trata, por lo tanto, de una actividad cualquiera; no es un deporte más ni un espectáculo de pago —aunque así lo parezca—. Significa, en palabras de ellos, “encarnar al arte mismo”: una conjunción de cuerpo y alma.

Y como ejecutantes del arte, primeramente, su vestimenta debe ser propia de:

Algunos, por ejemplo, visten leotardos y mallas color sofisticación —en matiz elegante, o en matiz “el muy grande”—. Otras presumen un chongo mejor sujeto que sus pies al suelo; cuidan que su tamaño no supere el de su frente, la cien, o como quiera llamársele, pues hay que aparentar inteligencia.

Claro que ahora sabemos que la ubicación espacial y la destreza física son inteligencia también (inteligencia quinestésica), la cual pocos son capaces de dominar, por cierto. Cada movimiento de su cuerpo tiene una muy estricta y disciplinada justificación teórica —o, al menos, debería tenerla—.

Después de todo, el uso inteligente del cuerpo justificaría también su estatus de superioridad, ese tan alto que los endereza en una sola línea de los pies a la cabeza.

Es cierto que seguir el ritmo de uno o más instrumentos y recordar cada uno de los movimientos de una coreografía, a la vez que se controla el miedo que las centenares de miradas provocan, es una hazaña digna de aplaudir hasta el cansancio. Sin embargo, debo decir que al final de cada función nadie es libre, ni el bailarín ni quien ve desde abajo, ni siquiera el mismo arte que dicen reflejar

Y es que, por más sofisticados y exigentes que quieran ser consigo mismos, y por mayores que sean sus capacidades físicas, no dejan de ser lo que son: bailarines. Y los bailarines bailan: como en una fiesta, como en unos quince años y como cualquier persona lo haría.

Lejos están de alcanzar los significados que convierten al baile en danza y a la danza, en arte. Cabe decir que un “artista” es una talla sumamente grande que ahora cualquier persona que esté elevada unos metros sobre un escenario dice quedarle.

Quizá la confusión se encuentre en la complejidad misma de la danza y el arte: la primera, evidentemente, conlleva a despertar en el ejecutante (en el danzante) una noción de pertenencia con lo que hace; con lo que irrefutablemente le es suyo. La danza comprende —y toca— la espiritualidad; la interiorización de todo lo que rodea a un determinado grupo y lo hace ser; otorga un porqué.

El arte, por otro lado, refleja la esencia del ser humano en un mundo cada vez más deshumanizado, un reflejo que, por cierto, suele confundir a los sentidos con la perfección debido a que es capaz de alcanzar sentimientos y emociones. Pero, desafortunadamente, la perfección es subjetiva.

Los bailarines suelen confundir el arte con la perfección y por ello se esmeran demasiado en conseguirlo. Pero pasan ensayo tras ensayo buscando perfeccionar la danza desde una pista de baile; siguen un instructivo con taches y círculos detrás de un espejo.

Así, caminar hacia el arte —sin saber qué es— hoy en día es sinónimo de sufrimiento; de caída tras caída. Siempre se corre el riesgo de desviar hacia una catarsis personal —así como subjetiva— y perderse en el trayecto de la disciplina, tan abstracta y exagerada como el maestro la quiera.

La danza es una competencia para probar quién es más homogéneo

Asimismo, “la danza” es un camino sinuoso; está repleta —hasta reventar— de estereotipos que, en su mayoría —y, dicho sea de paso— se vuelven ciertos.

Los hombres, por ejemplo, son sumamente delicados y las mujeres poseen un enorme coraje. Sus bocas son sumamente grandes y sus ojos pueden detectar errores ajenos a kilómetros.

Ambos sexos se esfuerzan día con día para conseguir primero la pirueta perfecta, el spot más sincronizado o el zapateado más fuerte.

Al final, la mirada que llegue más arriba será la que haya ganado; será la que pueda ver por encima del hombro a sus demás compañeros.

La “danza”, por lo tanto, es una competencia para probar quién es más homogéneo.

El camino hacia quién sabe dónde

El camino hacia la danza sigue estando aún muy lejos para los y las bailarinas; es un solista que nadie tiene la oportunidad de ejecutar porque nadie sabe nada; porque, por supuesto, el baile no puede alcanzarlo.

Y es que la meta del bailarín consiste en imponerse a un escenario imponente: golpear lo más fuerte posible el entarimado para decirle a la gente que está allí… pero sin ser él o ella misma.

En otras palabras, la expresión —la mayoría de las veces— queda limitada al zapateado y al porte; a la masculinidad o a la feminidad… Como colocarse una máscara.

Al bailar somos nosotros y, al mismo tiempo, no

De hecho, cabe mencionar que, sobre un escenario, los bailarines son ellos mismos —“en cuerpo y alma”— y, al mismo tiempo, no lo son, pues quieren identificarse con algo que no es suyo; que no les pertenece pese a haberlo ensayado hasta el cansancio. Basta con observar cualquier coreografía y notar, por ejemplo, que:

A pesar de que los bailarines suden hasta su última gota para comunicar sus sentimientos —a través de su feminidad, su porte o su técnica—, su verdadera persona lucha para hacerse notar más allá, con una pierna más alzada, con un giro de más, o con cualquier exageración o equivocación fuera de la uniformidad de la disciplina.

Sucede que no hay una concordancia entre lo que las personas quieren y lo que la danza quiere… sacrificio, tal vez; honor, posiblemente. La danza trasciende y el cuerpo no entiende; entrena, pero no interpreta. Y, aunque la música es transportadora, la experiencia no halla en su memoria pistas que respondan a las notas.

Jugar a la compañía de danza

Desde la crítica —el mundo de los bailarines—, podría decirse que las grandes compañías tienen un nivel similar: a unos les falta esto y a otros, aquello: que si técnica o porte; que si tradición o innovación; el dilema es el mismo: el juicio está en otro bailarín más cegado o inflado que otro.

Sin embargo, nadie ofrecería una definición puntual de la danza que sirviera, mucho menos una acción, pues ni el danzante responde por todos, ni todos responden al más sabio.

Lo cierto es que las grandes compañías son, muchas veces, el origen de un copia y pega masivo que va más allá de imitar pasos y coreografías:

Bailar también se ha convertido en un copia y pega masivo

Los profesores, por ejemplo, juegan a la compañía de danza y los alumnos, al ego más inflado. Juegan a la fábrica china que quiere producir más con menos… Vuelven el mucho o poco conocimiento en instrucciones, y las instrucciones se convierten en una sobrevalorada inteligencia quinestésica; quien tenga más tiene derecho a decir que practica y vive de una danza inventada.

Cualquiera puede bailar, pero ¿quién puede explicar realmente qué baila? Al parecer, alguien olvidó copiar también los diálogos del cuerpo, los de la historia y los del ser.

Danza para principiantes

Cierta y finalmente, la repetición de un determinado paso hasta el cansancio ayuda a mejorar la técnica, pero sin un porqué, ayuda también a inflar egos —a volver la danza una competencia que, al no hallar metas, necesita crearlas (aunque sean personales)—.

Lo cual es una lástima si consideramos que las y los más jóvenes necesitan de mayor conocimiento, no de mayor técnica.

Y es que resultaría menos doloroso si alguien advirtiera a las nuevas generaciones que por ninguna ranura se acercarán al arte; que ni siquiera harán danza y que el fruto de su trabajo no irá más allá de su autosuperación.

La danza, la que los propios bailarines han creado, dependiendo cómo sea enseñada, genera amistad y empatía, pero, al mismo tiempo, genera elitismo y competencias tempranas. Las adolescentes de 13 y 15 años no deberían competir entre sí; no deberían observar con desprecio al novato.

Resulta que diariamente los espejos se empañan tanto con problemas personales, elitismo, credulidad y con habladurías, que ya nadie ve su reflejo —aunque se vistan de negro—. La siguiente función está a la vuelta de la esquina y no hay tiempo de limpiarlos siquiera.

Pero no digo que la competencia sea mala. Es, de hecho, la única alternativa para sobrevivir a la vida hoy en día. No obstante, muchas veces ni siquiera hay un porqué para fomentarla.

Incluso los más grandes maestros —fisicoculturistas o entrenadores compulsivos— no sabrían distinguir entre la felicidad que provoca un modesto pasatiempo en algunos y la rutina que cambia a otros con tal de “dominar el arte” (bienaventurado sea quien pueda hacer tal distinción).

Las sesiones de entrenamiento intenso yacen bajo el lema de “sacrificio”, y el dolor y disciplina bajo el lema de “arte”: todo es sinónimo de danza menos la misma danza. Unos sufren sin saber por qué, otras creen pertenecer a un mundo que no existe, unos cuántos más siguen a otros como sombras…

Lo que inicia en felicidad al descubrir las capacidades del cuerpo terminará homogeneizándose bajo el lema de “perfección”.

Hoy en día los bailarines que se agrupan para divertirse y descubrirse, terminan formando currículums inexistentes; se forma el engaño; se le hace creer a las personas que hay que vivir bailando algo que no se sabe qué es.

Los bailarines no existen si no hay función; no sirven si no sufren y no existen si no son criticados. Lo que pase debajo del escenario es irrelevante; no existe ni está a su altura.

No existen bailarines que dancen ni mucho menos, arte y danza que no se sabe qué son.

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