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Amar a un gato casero

Cada día noto que te pareces más a mí, o, por el contrario, que me encuentro cada vez más en ti. Nunca pensé que hubiera otro animal más necio y temperamental en este planeta; tan perezoso pero al mismo tiempo intrépido como nadie... Entonces llegaste tú. Apareciste para callarme con otro maullido cuando alzaba la voz.

Sabes... Debo confesar que, a veces, no puedo hacer más cosas por ti que alimentarte y cansarte. Quizá sólo sepa consentirte como un gato casero…

He notado, por ejemplo, cómo miras con llana mirada, desde la barda, mientras tomas el sol, aquellos dos grandes árboles a lo lejos: a los pajaritos que en ellos descansan y a los que más arriba revolotean.

He notado cómo miras hacia el cielo. La profundidad de ese azul te hipnotiza, te atrapa —y hasta puedo decir—, te hace pensar en tu libertad; mas sólo cierras los ojos y dejas que el aire mueva tus bigotes a su son.

Tal vez esa nostalgia te haga inofensivo para los polluelos que anidan en el jardín. Los ves atentamente sin moverte: los ves brincotear entre las ramas. Cualquiera diría, incluso, que cuidas de ellos mientras su nana no está.

Sabes… Jamás le pregunté a Erandi qué sucedió con tus hermanos y hermanas y con tu madre; ella sólo te escogió a ti. ¿Será que los recordarás? ¿Acaso tendrán también una vida casera como la tuya? Es decir, todos fueron repartidos a completos extraños: algunos por allá y otros por quién sabe dónde. Me pregunto si alguno de tus maullidos los busca de vez en cuando a la luz de la luna. Yo no puedo imaginar estar lejos de mi madre.

Por azares del destino, alguien decidió ofrecerte en aquella caja y, después, viniste en brazos hasta casa, envuelto contra el frío en una cobija rosa…

Por azares del destino jamás dormiste en el suelo ni bajo las estrellas: ahora sorbes jugo de tomate y comes picadillo caliente de un platón de aluminio. Mulles cobijas afelpadas y persigues ratones de cuerda como un gato casero.

Te he convertido, además, en una rutina y, a pesar de ello, pareces preferirme.

Aguardas todas las noches, echado en aquel sofá, esperando a que la cerradura se abra y una voz ansiosa pregunte por ti. Tu hocico va directo a frotarse contra mi mano y, luego de unas caricias, cenamos mientras leemos las últimas noticias del periódico… Los últimos locos de la noche.

Antes de dormir —celoso— aseguras el perímetro: si duermo en la sala, escoges el sofá que queda en la entrada. Si lo hago arriba, en mi cama, tu lugar es el cojín que ve hacia la entrada de mi pieza, pero nunca a mi lado ni sobre la misma superficie… Es que me cuidas tan bien… De estar el uno junto al otro —dormidos e indefensos—, seríamos presa fácil para los terrores de la oscuridad.

Sabes que nada ni nadie puede levantarme al día siguiente por la mañana, pero a mi madre sí. Desde las cinco tocas y maúllas a su puerta y esperas a que salga, baje y llene tu plato…

Tú mismo has organizado tus horas para dormir: antes del mediodía subes al último cuarto, donde el sol pega más fuerte y calienta las paredes. Encontraste en una vieja cuna arrumbada lo que yo no pude encontrar jamás cuando era un bebé: tranquilidad… una cama junto a la ventana.

Te volviste la criatura más grande, hermosa y robusta de la calle y, a pesar de ello, eres sólo un gato casero llamado Elian. Ni siquiera eres diferente a los demás gatos; las manchas grises con atigrados negros parecieran un copia y pega más de la naturaleza, como los ojos delineados y los labios color negro. Mas cada día me doy cuenta de que, quizá, nada fue al azar.

Cada día noto que te pareces más a mí, o, por el contrario, que me encuentro cada vez más en ti. Nunca pensé que hubiera otro animal más necio y temperamental en este planeta; tan perezoso pero al mismo tiempo intrépido como nadie... Entonces llegaste tú.

Apareciste para callarme con otro maullido cuando alzaba la voz. Apareciste para enseñarme que, en efecto, las cosas no deben hacerse hasta que uno quiera, sino cuando deben ser hechas... Me enseñaste que el cariño es algo sumamente escaso y valioso que hay que mostrar en contadas ocasiones. Y que la paciencia es un virtud muy difícil de adquirir.

He notado cómo me miras antes de quedarte dormido, seguramente debes pensarlo también: te has encontrado contigo mismo.

Tu pequeño hocico descansa sobre tus blancas patas delanteras y tu cola abraza a las traseras que, sin embargo, aún permanecen flexionadas; listas para reaccionar ante cualquier sonido.

Al cabo de unos minutos, todavía sin levantar esos párpados tan pesados, ya has ocupado cuánto espacio pudiste: poco más de un metro se halla extendido desde tus afiladas garras hasta la punta rayada de tu cola que, de vez en cuando, hace uno que otro movimiento de derecha a izquierda, de arriba abajo… al azar; a la nada.

Tu cabeza está ahora más que perdida en aquel cojín; encontró una nueva órbita en el feliz mundo de los sueños. Poco a poco tus colmillos comienzan a asomarse mientras tu mandíbula pierde su voluntad.

Qué raro es amar a un gato casero.

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