![]() |
Imagen de: Pixabay |
Definitivamente la música sería algo que habría que llevar al espacio en un viaje interestelar, diría algún estudiante más tarde, después del recital, pues es lo que más se asemeja al infinito
Desde muy temprano, antes de iniciar el concierto, el pianista recibe el primer abrazo de un niño que, sin escucharlo todavía, corre emocionado hacia él con un regalo en mano.
Quizá ya lo han hecho cientos de veces antes como indican sus distinciones, o quizá no.
Ambos visten de negro, el color de la sofisticación —el de los músicos sofisticados— y, a pesar de ello, él exhala el último suspiro antes de subir al escenario; ella frota sus dedos contra sus palmas. Ha llegado el momento de ser anunciados:
Jimena Miranda Martínez nació en la Ciudad de México y comenzó sus estudios de violín a temprana edad. Es titulada de la Escuela Nacional de Música (ENM) de la UNAM. En el 2010 comenzó su carrera profesional como integrante de diferentes orquestas, entre ellas la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Hidalgo, Orquesta Sinfónica del Estado de Puebla y la Orquesta Sinfónica Mexiquense, con ésta última destacándose como solista con el concierto de A. Khachaturian.
Emiliano Luca Orué es originario de la ciudad de Corrientes, Argentina. En 2014 obtuvo el título de Licenciado en Piano. Ha realizado varios recitales como solista y de música de cámara en diferentes salas importantes de la Ciudad de México como el Auditorio Blás Galindo, la sala Xochipilli de la ENM, el Museo Anahuacalli, el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco, la Biblioteca Vasconcelos, entre otras. También dedica gran parte de su tiempo a la docencia.
Ambos representan perfectamente la realización en persona de cualquier joven músico que sueña con pisar las más grandes salas de conciertos. Los motivos para ovacionarlos al final serían muchísimos, o, mejor dicho, uno solo: su indiscutible talento.
***
Ambos se colocan frente a sus instrumentos. El violín de Jimena ha perdido algo de barniz en su empuñadura; a saber, a cuántos conciertos la ha acompañado. Emiliano está frente a un piano de cola. Respira y da la última ojeada. Ya es tiempo de comenzar.
No hay ninguna advertencia. Ninguno intercambia miradas, ni ninguna gesticulación después de subir ese último escalón; no hay ninguna pista que delate el comienzo. Sus ojos están puestos en sus partituras; solamente el sonido puede guiarlos, ésa es la única regla ahora.
Comienzan las primeras notas del piano. Como un susurro, anuncian el inicio de la velada. Después, con una delicadeza magistral, Jimena da vida a su violín. Ambos se turnan para hacer vibrar sus instrumentos: el piano habla y el violín contesta. Es un dueto de precisión, una charla de cuerdas. Así inicia el “Pastoral”; así inicia la interpretación de Suite al estilo antiguo de Alfred Shnittke; así dan la bienvenida al anochecer en el Instituto de Astronomía.
Una luz tenue cae sobre ellos y, por atrás, una luz amarilla los contornea; los hace ver más grandes de lo que ya lo hacen sus vestimentas. Ella usa una blusa con ligeras transparencias en su torso; Emiliano luce un corbatín color gris que contrasta con su camisa y saco negros.
Éste, de pronto, lanza un rápido movimiento —casi imperceptible— para cambiar de página en cada silencio marcado en sus partituras; les ha dado un sonido ahora, el de una hoja desdoblándose al compás de la música. Al cabo de unos minutos, ya se ha dejado atrapar por su propia melodía: incluso su respiración obedece a lo que le diga el pentagrama. Si se guardara el silencio suficiente, podría escucharse latir su corazón al fugaz ritmo de “Fugue”.
Más al frente, a la orilla del podio, el ceño de la violinista está fruncido; evoca una concentración infinita. Pareciera que ahora forma parte de la obra que interpreta y lee. Quizá, más allá de las hojas que sostiene el atril, puede observar el pasado a través de la “Pantomima”. Sus pies han comenzado a bailar lentamente.
El público —compuesto por jóvenes en su mayoría— ahora se ha calmado; ha sucumbido ante el sonido de la música. Algunos, sin darse cuenta todavía, comienzan a seguir con la cabeza el arco que Jimena empuña en su mano derecha; otros, a los ademanes del pianista que no mira hacia ninguna parte., ha cerrado sus ojos.
Al comenzar la Sonata No. 2, varios intentan imaginar todos aquellos colores que muchos artistas crearon alguna vez al escuchar a Maurice Ravel, pues la composición que ahora suena no tiene una forma concreta; hay que encontrarla en la imaginación.
Y aunque no es válido aplaudir entre movimientos, como dijeron ambos músicos, al niño que abrazó a Emiliano antes de comenzar no le importa; hay que hacerlo cuanto antes y todos lo saben. Da la pauta al resto del público para liberar esas sensaciones de felicidad, exaltación y extrañeza que se han acumulado... Se escucha el primer aplauso del pequeño, luego varios más del público y, al final, todo un estallido...
Es que la música impresionista genera demasiadas reacciones al entrar por los oídos. Más de uno debe sentir que su cuerpo se desprende por encima de su asiento al escuchar el “Allegretto” con los ojos cerrados, justo como lo hacen los dedos de aquel pianista; parecen levitar por unos momentos.
Los músicos han abierto el camino de los espectadores. Después de imaginar colores con su música, podrán, más adelante, imaginar distancias a años luz, así como estrellas y constelaciones más allá del alcance humano. Es una sonata para estrellas, para imaginarlas.
La conversación entre ambos instrumentos llega a su clímax cuando hay que hablar de Eugène Ysaÿe...
El violín chilla tan alto como las partituras se lo permiten, y eso a Jimena le encanta; cuanto más alta es la nota, más crece, por un instante, su sonrisa. Ha dejado de fruncir el ceño. Su cabeza descansa ahora, con los ojos cerrados, sobre el cuerpo de su instrumento. Luce imponente cubierta por aquella luz y el público lo sabe.
Es el Poème élégiaque in D minor.
De la misma manera, Emiliano ya es uno solo con el piano; sus manos se han convertido en una extensión de éste; su cara expresa todo lo que hay que expresar… alegría, tal vez, euforia, tristeza… quién sabe exactamente, ahora son los sentimientos de un piano de cola.
Y es que quién va a saber, claro, que ésa última es una de las piezas más difíciles de maniobrar. Sin embargo, sin saberlo, los aplausos inundan nuevamente el Auditorio Paris Pishmish cuando ese mí prolongado encuentra el silencio definitivo.
Una reverencia sentencia el final de la velada.
Después, acaba la función, perdidos entre la multitud, reciben las felicitaciones que les corresponden del público.
Jimena y Emiliano comentan entre ellos mismos sobre su nerviosismo allá arriba y sobre los errores que nadie más percató: “Quizás el volumen no fue el adecuado para las personas que estaban más cerca de la cabina, al fondo”.
Quizá nada salió conforme a lo planeado, o fue mucho mejor; pero lo cierto es que el par de músicos acaba de entregarles a los asistentes algo que difícilmente se consigue en el mundo de las matemáticas y las nebulosas: relajación y una felicidad momentánea. Han dado un recital para hablar sobre estrellas…
“Definitivamente la música sería algo que habría que llevar al espacio en un viaje interestelar”, diría algún estudiante más tarde, después del recital, pues es lo que más se asemeja al infinito.
Comentarios
Publicar un comentario