Cuando
llega la noche, en el filo de la sinceridad que traen consigo los bostezos
previos al sueño, uno quisiera conversar sobre los porqués que
hacen falta en la vida, sobre las interrogantes que, de vez en cuándo, los
pensamientos botan accidentalmente fuera de la cabeza, o sobre las
preocupaciones que la rutina desecha después de comernos.
Cuando
llega la noche, uno quisiera hacer un sinfín de preguntas y escuchar, para cada
una de ellas, las respuestas divagantes de la otra parte, mismas que, al final —como
si las palabras tuvieran su vida propia—, llevaran a otras cuestiones, absurdas
o brillantes.
Cuando llega la noche, quisiera uno hablar y hablar y conversar —con alguien que no fuera la propia consciencia— hasta quedar dormido; pero el problema de la noche es ése precisamente: que, cuando ésta cae, todos ya duermen.
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